Salir de la sala con ganas de conversar sobre la película recién vista es un acto congruente con la experiencia cinematográfica. También es válido abandonar el cuarto oscuro en silencio mientras se acomodan pensamientos, reflexiones y sentires derivados de lo que se ha visto. En cualquiera de esos escenarios encaja El poderoso Victoria, película dirigida, escrita y producida por Raúl Ramón.
Es un trabajo que remonta a la acción de sentarse frente al televisor un domingo por la mañana para ver alguno de los primeros títulos que transmitía la función de permanencia voluntaria de Canal 5. No se trata de un comentario despectivo. De hecho, todo lo contrario. Si algo debemos agradecerle a aquellas jornadas matutinas dominicales fue su contribución en formarnos como cinéfilos. Y eso se siente con esta película mexicana, es decir, respira creatividad y manufactura de un cinéfilo detrás.
El poderoso Victoria es una película de época situada en 1936. Se trata de una historia de aventuras cuya trama se centra en la cancelación de la ruta del ferrocarril que conecta al pueblo de La Esperanza con la civilización. Los pobladores no piensan quedarse de brazos cruzados ante la situación y se proponen crear su propio tren de vapor. Obvio, no será tan sencillo poner en práctica su plan porque hay situaciones y villanos que se interponen en el camino.
Con una extraordinaria calidad visual, la película tiene un solo objetivo: brindarle al espectador un buen rato. No busca más. Ni lo necesita. Posee un espíritu de entretenimiento puro pero de excelente hechura. En ese sentido, se olfatea una admiración particular del director y guionista Raúl Ramón por cineastas como Steven Spielberg y Richard Donner, dos realizadores que supieron entretener a las generaciones infantiles, adolescentes y adultas de distintas décadas con títulos catalogados y denostados incluso como “cine comercial”. Sin embargo, dicha etiqueta no sirve de nada en realidad, menos aún cuando filmes como Tiburón (1975), E.T. El extraterrestre (1982), Los Goonies (1985), El hechizo de Aquila (1985) y Arma mortal (1987) introdujeron a miles de personas en el gusto por aproximarse al cine y querer ver más películas de todo tipo. Ni qué decir si a eso sumamos que contribuyeron a que la gente se olvidara por dos horas de la realidad para dejarse llevar por amenas ficciones en pantalla.
Ese toque de aproximarnos a la experiencia de fantasear y entretenerse, y no tanto por la nostalgia en sí, es una de las grandes cualidades de El poderoso Victoria, si no es que la más importante. Raúl Ramón no quiere imponer un discurso, ni motivar hacia una reflexión. Simplemente ofrece la oportunidad de sentarse a comer palomitas, relajarse con la historia que se cuenta y volver a la cotidianidad de nuestros días con el alma más relajada.
Hay una secuencia en la que se narra una explosión trascendente. Si nos atenemos al “cine comercial” actual, dado el valor de producción que tiene la película, cualquier director habría recurrido a utilizar más de 10 cámaras para capturar diferentes tomas de un estallido que resalte y confirme que en efecto algo arde y vuela en mil pedazos. Pero Raúl Ramón evita eso para optar por la sencillez que ofrece el lenguaje cinematográfico a través de la edición.
Dicha sencillez es un rasgo más para apreciar este contenido. Desde detalles que redirigen al espectador hacia el humor de Buster Keaton canalizándolo en Don Edgar (Edgar Vivar) hasta el repaso de objetos relevantes como un lápiz o un telégrafo, tal como lo hizo Donner con artículos en Mi juguete preferido (1982), lo sencillo habla más de lo que se percibe.
Distante de las comedias románticas que llegan a cartelera con la presunción de entretener pero cuyas narrativas tratan de idiota al público, El poderoso Victoria irrumpe en la oferta de títulos de entretenimiento con sumo respeto a quien paga un boleto, quizá porque el director comprende que quien se sienta en una butaca es un cinéfilo hecho, o está por convertirse en uno.