Después de que un juez federal dictaminó la prohibición provisional de las corridas de toros en Ciudad de México, se reavivó el debate entre taurinos y antitaurinos. La respuesta más mediática contra esa resolución fue de Televisión Azteca, empresa que a través de sus espacios informativos difundió notas periodísticas en defensa de la tauromaquia bajo el argumento de que es una actividad que genera empleos.

Mientras tanto, en redes sociales, internautas, periodistas y comunicadores convirtieron sus opiniones personales en una confrontación agresiva entre quienes están a favor y quienes están en contra de ese espectáculo. Unos abogaron diciendo que es un arte. Otros replicaron expresando que es un acto de barbarie.

 

En el marco de este acalorado contexto llega Temporada de campo, ópera prima de Isabel Vaca, una película cuya premisa es aproximarnos a los vaqueros que se encargan de la crianza de toros de lidia en campos cercanos a rancherías del Bajío mexicano. Pero contrario a lo que se puede pensar, de forma inteligente y afortunada, la directora plantea su historia en lo que significa y trasciende la vida rural para Bryan, un niño que tiene muy claro que su lugar en el presente y el futuro está en el campo. 

Los toros de lidia, en todo caso, son un pretexto de la directora para introducirnos en la historia que realmente quiere contar, es decir, la de un pequeño que a su corta edad tiene la firme convicción de continuar con la tradición campirana de su familia. Así también lo manifiesta con el profundo amor, respeto y admiración que le tiene al oficio de vaquero.

Bryan vive en un entorno en el cual los niños juegan a ser polleros y migrantes; la violencia actual que lacera al país alcanza a estos pequeños mediante su reconstrucción de las tragedias que les han contado acerca de lo que implica cruzar hacia Estados Unidos como ilegal. Ese juego no es menor para Bryan, quien probablemente en esa interacción halle una forma de sepultar a la figura paterna que migró al otro lado cuando él nació y nunca volvió para hacerse cargo. 

Esa relación con el papá encuentra además en el trato con los animales una manera de confrontar las emociones que anidan en su interior respecto a ese tema. Eso no lo sabe Bryan, quizá tampoco la propia Isabel Vaca, pero se asoma mediante metáforas bellas y fuertes que la película descubre por sí misma a través del montaje. Bryan quiere mucho a Pancho, un becerrito rechazado por la madre al nacer y que fue adoptado por los abuelos del niño. Se encarga de darle de comer, jugar y apapacharlo. No ocurre así con los toros que están criándose. Con ellos, Bryan carga una resortera, un lazo o incluso un rifle de municiones, pero no tanto porque les tema, sino porque siente un impulso por agredirlos, algo que finalmente no hace. A Pancho, de algún modo, lo trata con el afecto paternal que a él le hubiera gustado tener. A los toros los percibe como papás ausentes que no estuvieron ni están para Pancho luego de que su mamá no lo quisiera. Freud asomándose en los sitios menos pensados.

Una arista más por considerar es la libertad. Bryan procura una enorme cualidad que posee: ser responsable con lo que decide hacer. Pese a ser un infante tiene noción de que una decisión es responsabilidad. Trabajar en el campo es para él una oportunidad de ser libre, por eso se levanta temprano, se viste, atiende sus obligaciones, jamás se queja, quiere aprender. Esa decisión de libertad choca con el deseo de su madre para que vaya a la escuela y tenga un porvenir como licenciado. Se siente prisionero estando en el salón de clases (ojo a la cámara cuando hace evidente la diferencia entre ambos universos).

Con Temporada de campo, Isabel Vaca nos aproxima a un territorio tan nuestro pero tan olvidado como lo es el campo y su gente. Lo hace con un planteamiento que esquiva la controversia de la tauromaquia para conducirnos a la reflexión sobre las libertades, elecciones y decisiones infantiles en un mundo de vaqueros.