De inicio a fin con Pinocho, Guillermo del Toro es congruente en un tratamiento vital de su película: el respeto al público infantil que habrá de verla. Entiende perfectamente que los niños no son tontos y, por lo tanto, les ofrece desde el comienzo una historia que ha de transitar en situaciones que los impulsará a trabajar emociones y sentimientos en función de lo que conocen o comprenden de la vida. También brinda la posibilidad de que ellos mismos cuestionen y reflexionen hacia sus adentros acerca de las temáticas sugeridas en esta nueva adaptación del cuento escrito por Carlo Collodi. 

Esa misma oportunidad se la otorga a los adultos que quizá se han detenido poco para explorar su propio interior con temas como la figura paterna, inquietud abordada por el director en títulos como El espinazo del diablo (ausencia), El laberinto del fauno (sustitución con un padrastro) y El callejón de las almas perdidas (vicios hereditarios). En esta ocasión, el realizador concentra su interés por el padre autoritario y egoísta, perfil que se puede apreciar tanto en Gepetto como en el comisario Podesta pese a que son hombres muy distintos.

 

Asimismo centra su atención en la pérdida, ese instante crucial en todo individuo ya sea esperado o repentino, pero igual de temido. Es natural que el ser humano tenga miedo a que algo se termine, principalmente la vida. Se le teme a la muerte, a que muera alguien que amamos. También se le teme a no cumplir expectativas impuestas por alguien más y eso orille a que el amor que siente esa persona por nosotros desaparezca para siempre. Pero, ¿qué sucede cuando se pierde algo? Surge un comienzo, una obligada reinvención que se presenta como alternativa para volver a empezar con o sin el dolor de lo que implica la pérdida. No es fácil. Sin embargo, tal como se lo dice Gepetto a su hijo Carlo, la paciencia trae consigo resultados favorables.

Y para aprender a ser paciente hay que perder, se quiera o no. Dicho aprendizaje no es de un día a otro. Conlleva un recorrido de buenos y malos momentos trazados por el impulso y la acción reaccionaria, tal como lo hace Pinocho, un muñeco de madera que se humaniza desde la construcción de vínculos, pasando por la desobediencia, hasta su temeraria decisión de exigir la mortalidad a sabiendas de lo que implica la fatalidad irreparable de la condición humana.

La humanización de Pinocho demanda confrontación con la autoridad, que en este caso es representada por Gepetto (el padre al que le hace saber que no hay un porqué para imponer un destino que no le corresponde, es decir, el de ser una extensión de Carlo), por Podesta (un representante del fascismo empeñado en adoctrinar a los menores con disciplina militar como si fueran seres insensibles, lo que puede traducirse actualmente en ideologías religiosas o políticas) y el conde Volpe (el dueño malvado del show de variedades al que enfrenta por explotación laboral y maltrato animal). En este sentido, el Pinocho de Guillermo Del Toro es distinto al que se nos mostró de niños, incluso al de Robert Zemeckis, porque no se dedica solamente a obedecer y ser atormentado por decir mentiras. Es también un chico inquieto y que inquieta con base en la inherente experimentación que trae consigo la búsqueda de uno mismo ante la ausencia o distancia con un origen.  

El relato de Guillermo del Toro encuentra en un extraordinario trabajo técnico y artístico al gran aliado para tocar fibras sensibles del público. Por tal motivo es meritorio reconocer a El taller de Chucho, proyecto nacional que visibiliza y pone en el mapa internacional la calidad de la animación mexicana.

Pinocho es mucho más que el muñeco de madera que suple al hijo de un anciano aferrado en mantener con vida al hijo fallecido. Tampoco es ese ente que requiera de ser supervisado por un grillo racional para limitar sus conductas. Pinocho es inocencia y madurez, un suave y duro golpe para comprender que la pérdida es el principio de la vida. Para confirmarlo es destacable la forma con que Guillermo del Toro introduce y conduce al espectador en ese trayecto. Por ejemplo, con los acordes musicales que se escuchan hacia la parte final, haciéndonos recordar y sentir la música de El laberinto del fauno; la transición de la sustitución paterna al consciente desprendimiento del padre. El camino de este muñeco de madera es probablemente el camino del director para hallarse a sí mismo entre la pérdida, el amor y el dolor para hacer lo que le gusta y sabe hacer en el cine. O en otras palabras, vivir.