Con su último trabajo, La forma del agua (2017), Guillermo del Toro dirigió sus emociones al amor. Ese camino consiguió que mucha gente abandonara la sala complacida por haber visto que lo imposible era posible, es decir, amar más allá del orden de lo establecido. Otros tantos salieron con el corazón relajado después del trauma que significó en su vida cinéfila el dramático final de El laberinto del fauno (2006) y que los hizo llorar. Lo apreciaron como una redención del cineasta. Pero eso quedó atrás, el director ha tomado una ruta distinta.

Ahora se nos presenta como un cineasta con interés y sensibilidad para adentrarse en la oscuridad del monstruo más temible sobre la faz de la Tierra, el ser humano. Con El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley) se aventura en un carrusel emocional que profundiza en los flancos más decadentes que podemos tener como especie, tanto para perjudicar a otros como dañarnos a nosotros mismos.

 

Stanton Carlisle (Bradley Cooper) es un carismático estafador que guarda los escrúpulos en un cajón para transitar por la vida como un mentalista sin remordimiento, cínico y aprovechado. Se beneficia a costa de engañar a los demás, pero no es del todo culpable para que eso suceda; los interesados en su espectáculo y servicios se ponen a modo para la mentira porque prefieren la opción del autoengaño que el difícil reto de asimilar su realidad.

Sin embargo, la vida le da una posibilidad de ser distinto e indagar en una faceta de su naturaleza que parece no existir en él. Esa oportunidad le llega con Molly Cahill (Rooney Mara), una hermoso ser de luz cuyo show en la feria donde se conocen es una metáfora de lo que ella es como persona. No obstante, Stanton es tan egocéntrico, ¿o incapaz?, de valorar la plenitud que tiene ante sí.

En contraste, siendo leal a su condición y a su zona de confort, se relaciona con la doctora Lilith Ritter (Cate Blanchett) a nivel “profesional”. Ese vínculo transita con perversidad, erotismo, tensión y dolor. También es una convivencia de la mentira dentro de la mentira. A través de esta complicidad cobra potencia un elemento narrativo que aparece a lo largo del recorrido de Stanton, el alcohol; la compulsión es un monstruo latente que Del Toro confeccionó para el personaje interpretado por Cooper, actor que asume el riesgo de hurgar en su pasado la enfermedad del alcoholismo para dotar de veracidad al tipo que representa en la ficción. Ojo a la dupla que hacen Cooper y Blanchett, ¡se lucen!

Para esta catarsis cinematográfica, Guillermo del Toro se apoyó en dos extraordinarios recursos que le sientan de maravilla a su narrativa: el cine negro y la fotografía de Dan Laustsen. Recrear atmósferas de filmes que caracterizaron al cine noir entre las décadas de 1930 y 1950 dota de nostalgia cinéfila a su historia, tal como es el caso del guiño a El suavecito (1951), de Fernando Méndez. Al mismo tiempo es una especie de trampa para mostrarnos que el pasado nos alcanzó, esto debido a que El callejón de las almas perdidas se siente demasiado actual, muy del presente que padecemos como sociedad.

Por su parte, la cámara de Laustsen es un vehículo que nos transporta por diversos lugares y espacios de las emociones que viven los personajes. Puede notarse desde el color rojo que distingue a varios objetos en el destino que elige Stanton hasta los rostros de esperanza en Molly, de desgracia en Pete (David Strathairn), de crueldad en Clem (Willem Dafoe), de miseria humana en Ezra (Richard Jenkins) y de soberbia en Lilith (Cate Blanchett). 


El callejón de las almas perdidas es una película redonda en el estricto sentido de la palabra. El hilo conductor que es Stanton nos muestra de inicio a fin un purgatorio, el suyo. Lo hace incluso enseñándonos sus pecados en la casa embrujada cuando se mira entre los espejos. Alrededor de él, o junto a, deambulan otros seres igual o más monstruosos que van encontrando acomodo en sus respectivos infiernos. Menos Molly, a ella el espectador la abraza y la quiere sacar de la pantalla para rescatarla de ese mundo tan oscuro. Molly no podrá ser la salvación de Stanton, pero sí de nosotros al recordarnos que del callejón (que es la sala de cine) podemos salir sin el alma (tan) perdida.