Para quien tiene noción de la obra de Pedro Friedeberg, el documental es idóneo para conocer más sobre su persona. Para quien no tiene ni la más remota idea de quién es este artista mexicano, la película es un documento que le ilustrará acerca de su vocación, además de ser entretenido gracias a la personalidad que posee el propio Friedeberg.

Con sensibilidad e inquietud por sorprenderse, Liora Spilk muestra y desmenuza a un Pedro que acepta ser su cómplice para compartir al hombre detrás del artista, aunque van muy de la mano el uno con el otro. Tipo de extraordinarias frases para lo que se ofrezca (fascinante su interpretación de que los objetos sienten, por lo que debemos tratarlos con amabilidad), gruñón y poseedor de un sentido del humor muy genuino, Friedeberg se deja ver en su estado natural. Pero no se la puso fácil a la directora.

Pedro es también un adulto perteneciente a la tercera edad. Un día puede ser más terco que el anterior, o más berrinchudo que un niño. Su estado anímico para dejarse grabar por Liora es cambiante al grado de dejar plantada a la directora porque se le olvidó que tenían cita pactada o porque sí. A la realizadora no le queda otra que ser paciente, apelar a la serenidad para mantener la comunicación con él.

En el recorrido que hace Liora junto a él para entender las motivaciones creativas que lo llevaron a hacer sus trabajos artísticos, se teje una relación entre la juventud y la vejez que concede la posibilidad de cuestionarnos cómo tratamos a los adultos mayores, qué podemos o no sobrellevar en sus tratos, cómo construir una relación con ellos. Liora Spilk lo hace con alguien que no es de su familia, lo cual es más complejo, sin embargo propicia que hagamos de Pedro una reflexión respecto a los viejos que tenemos junto a nosotros: padres, abuelos, suegros, vecinos, compañeros de oficina.

Un punto álgido de esa relación es cuando Pedro invita a Liora a Venecia. Allí, como si se sintiera más relajado y sin espías alrededor, el artista se abre para expresar su sentir sobre lo que fue su figura materna. Esa revelación funciona al espectador para dimensionar todavía más las capas con que protege su interiorización como individuo para luego exteriorizar pensamientos y emociones mediante su arte.

De rebote, la directora (re)construye una relación especial con su abuela, vínculo fundamental para que Pedro Friedeberg aceptara ser grabado. Puede decirse que al interior del documental existe otra película de corte familiar que tiene como instante emotivo la reacción de la señora por escuchar a su nieta interesada en sus gustos artísticos. Así, de manera colateral, Pedro se hace notar como hombre y artista que es. No hace falta que esté presente para comprobar que ahí está.