Desde tiempos inmemoriales los mexicanos hemos crecido entre leyendas de terror. Lo mejor es que nos gusta escucharlas. Ese ejercicio de tradición oral, que se preserva de generación en generación en distintas regiones del país, tiene su encanto en la forma en que se nos cuentan las historias. Y es que nos fascina sugestionarnos, creer que es real lo que se nos dice. Uno de los tantos relatos que forman parte del repertorio folclórico tiene que ver con el mal de ojo, siempre ligado a la brujería o la hechicería.

El director Isaac Ezban rescata esa creencia supersticiosa para abordar una trama que toca de manera frontal el matriarcado desde su lado más agresivo. Sin complacencias, el guion que escribió junto a Junior Rosario y Edgar San Juan es directo en borrar esa percepción de que las abuelas y las mamás son puro amor con sus descendientes femeninas. Por el contrario, explora conflictos y distancias afectivas que existen entre madres e hijas que se hacen sentir mutuamente como cargas, lastres unas para las otras.  

 

Rebecca (Samantha Castillo) y Guillermo (Arap Bethke) conforman un matrimonio con dos hijas, Nala y Luna. La menor de ellas es Luna (enternecedora Ivanna Sofía Ferro), una niña enferma que se agrava cada vez más y la medicina ya no es suficiente para curarla. Por tal motivo, su madre está convencida de buscar otra alternativa menos convencional pero ancestral como lo es la magia negra. Para ello deben viajar a casa de la abuela Josefa (una extraordinaria Ofelia Medina), situación que no le agrada a Nala (una promisoria Paola Miguel en la actuación) a pesar de que no conoce a la anciana.

Nala es una adolescente de nuestros tiempos que prefiere la ciudad sobre el campo, o estar más atenta al teléfono móvil que caminar para tomar aire fresco. Recién ha abandonado el periodo de la infancia y está adentrándose en la etapa de rebeldía, experimentación y descubrimiento de la adolescencia, pero Rebecca, su madre, no lo percibe así. “Ya casi eres una adulta”, le dice para imponerle la responsabilidad de priorizar la salud de Luna por encima de todo, nulificándole así el proceso natural de su edad. La convierte en mamá pequeña de su hermana.

Esa adjudicación materna hacia Nala también es matizada por su abuela Josefa, quien a modo de cariño y agresión se refiere a ella como “mamita”. Así, no solamente se le endilga la obligación de ser adulta, sino también de asumir un rol que no le corresponde jugar en ese universo femenino donde queda atrapada en medio de dos mujeres que, además, tienen en mente rituales de brujería para sus respectivos propósitos.

Nala es una prisionera del mal, por así decirlo. Pero es tan inteligente que no ve en Luna a una culpable de sus circunstancias, por lo que manifiesta amor a su hermana, especialmente cuando ambas se ven en peligro por las oscuras intenciones de su abuela, una mujer que no es lo que aparenta ser. Interesante que un posible detonador de animadversión familiar sea el aliento de ambas menores, entiéndase el amor fraternal. 

Todo lo anterior puede apreciarse en un contexto de folk horror que Isaac Ezban plantea desde la legendaria figura terrorífica de la bruja, tal como la hemos conocido en las ficciones literarias, orales y audiovisuales que se han escrito o filmado sobre ese personaje. Con Mal de ojo lo hace desde el punto de vista mexicano a través de una metaficción que combina un cuento de terror dentro de la historia de horror que narra el realizador. Hay acierto en esa propuesta porque aproxima al espectador a la experiencia de la tradición oral, ya sea porque le recuerda a los relatos de su infancia o apenas está descubriéndolos.

Quizá para algunos lo terrorífico esté en incursionar en la brujería o la magia negra, o bien en conocer la verdadera maldad en seres que supuestamente deben amarnos, pero no es nada desatendible lo escabroso y macabro que es transformar en adulta a una menor dejándola inmersa en un infierno que le ha arrebatado la oportunidad de ser quien es y pudo ser.