Es el comienzo de la década de los ochenta del siglo pasado. Estados Unidos se prepara para la gestión de Ronald Reagan como presidente. La música disco ya suena obsoleta y nuevos ritmos están en proceso de creación. Mientras tanto, al interior de la familia Graff, el adolescente Paul (Banks Repeta) parece un estorbo para los suyos. Así se lo hacen sentir, incluso de forma explícita, porque no es el chico con honores y excelencia en la escuela. Lo tratan hasta de “retardado”. Bueno, menos su abuelo Aaron (Anthony Hopkins), un hombre que ha comprendido a su nieto en el sentido de que sus motivaciones están en la sensibilidad artística y no en la presión mental que ejerce el sistema educativo.

James Gray ofrece en su nueva película una historia de corte semibiográfico para ahondar en temas que son más actuales que cuando ocurrieron en esa época. Proveniente de una familia judía neoyorquina, el director narra a través de Paul lo convulso que fue ser adolescente en todos los núcleos de su vida, principalmente en el seno familiar y la escuela, dos frentes que hasta parecen haberse puesto de acuerdo para tratarlo como un ser molesto.

 

Todo empeora para Paul con el ingreso de Johnny a la escuela. Y no por culpa de Johnny, sino del mundo adulto incapaz de observar siquiera a sus juventudes. Ya no digamos comprender. Se trata de un chico de raza negra que vive con una abuela enferma en situación de precariedad y cuya tutoría está en manos de la burocracia norteamericana. En primer lugar, ambos empatizan por su gusto hacia la música, sin embargo tienen afinidades más poderosas, como las de ser rechazados, juzgados y violentados de distintas maneras.

Es la violencia hacia los adolescentes un asunto a mirar con atención. Comienza desde el hogar con golpes bajo el pretexto de corregir fallas hasta los planos psicológicos de un ámbito escolar y punible con aquellos que perciben como diferentes, o no pertenecientes al patrón establecido de lo aceptado. Nada más incómodo para un adulto que un adolescente. Nada más alérgico para un sistema educativo tradicional que alumnos no nacidos robots. Nada más irritante para una familia que un miembro con cualidades distintas que derrumba las expectativas impuestas en él. 

En el marco de ese contexto violento, Jeremy Strong como el padre y Anne Hathaway como la madre derrochan su talento actoral en la agresividad contra Paul. Cada uno tiene una secuencia en particular que pone de manifiesto el nulo deseo de tenerlos como progenitores. 

Si en la familia y la escuela te orillan a contemplarte a ti mismo como un enemigo, ¿qué rumbo tomar? La alternativa está en la que elige Paul al final; la toma es un acercamiento a la comprensión de que es la salida inmediata, misma que tiene igual o más desprecio hacia su persona, pero con la salvedad de que existe la posibilidad de hallar algo completamente distinto y afortunado. Sin embargo, la esperanza es mínima. No es sólo Paul quien da esos pasos, sino cientos de adolescentes más. ¿Qué suerte y porvenir les espera? Seguro uno nada alentador. Ni qué decir si consideramos que hace su aparición la familia Trump en ese destino con Maryanne (un cameo de Jessica Chastain). La presencia de ese apellido bien puede ligarse al título de la película (alusivo también a la canción de The Clash) como la premonición o advertencia de lo que estaba por venir para la sociedad estadounidense.