De niño solía preguntarle a mi padre cómo eran mis abuelos, es decir, sus papás. Como no los conocí, me inquietaba saber quiénes fueron. Mi viejo respondía de dos maneras: o hablaba maravillas de ellos, o no decía nada. O construía relatos fantásticos para describirlos (lo que me hizo crecer con una grata idea sobre sus personas), o cambiaba el tema. Pero fue hasta los 12 años cuando mi madre me contó la verdad acerca de cómo se portaron con mi papá y el porqué de sus repentinos silencios ante mis cuestionamientos. Tiempo después, con 65 años a cuestas, mi padre quiso platicarme acerca de las borracheras y desobligaciones de mi abuelo, así como de las golpizas y castigos que le propinó mi abuela. Nació de él invitarme a tomar un café para compartirme esa parte de su vida, algo novedoso para mí porque él fue un tipo al que no le gustaba mostrar sus sentimientos. 

Ya adulto yo en ese momento, me sorprendió escuchar a un hombre de 65 años explorando junto a mí ese dolor, rencor, perdón y amor por sus progenitores. Fueron muchos años los que tardó en procesar los efectos traumáticos que trajeron consigo sus figuras paterna y materna. “¿Por qué hasta ahora?”, le pregunté. “Porque no es fácil”, me respondió. En ese instante no comprendí bien su respuesta. Pero luego de ver Los Fabelman, al salir de la sala, quise abrazar a mi viejo para decirle que hoy lo entiendo, que tuvo razón en decirme que no era sencillo. De igual forma le agradecí a su recuerdo por procurar mi infancia con la construcción de una sana imagen de mis abuelos. Esta fue la reflexión inmediata que dominó mi pensamiento tras haber visto la nueva película del señor Steven Spielberg. 

 

¿Qué pasa en algunos hombres que deben esperar más de 50 años para confrontar al pasado e intentar sanar sus heridas o librarse de sus tormentos internos con plena aceptación de lo ocurrido en el ayer? Si lo aterrizamos en el ámbito cinematográfico, en el cine hemos visto haciéndolo a Roman Polanski con El pianista (2002), a Kenneth Branagh con Belfast (2021), a Paolo Sorrentino con Fue la mano de Dios (2021) y recientemente a Alejandro González Iñárritu con Bardo (2022). 

De repente aparece también un cineasta como Spielberg para ofrecer una ficción de corte autobiográfico que bien puede dividirse en dos temas que en sí son uno mismo: el suceso familiar que lo marcó y la confirmación de que su pasión era su destino, entiéndase hacer cine. Estando bien en su matrimonio, sus padres lo aproximaron a la pantalla grande para revelarle, sin querer, una motivación de vida (ojo a la secuencia inicial). Estando mal en el matrimonio, sus padres lo acercaron todavía más al séptimo arte porque, sin querer, le permitieron conocer su propia sensibilidad para contar historias, entender a sus personajes y dirigir actores (ojo a la brutal secuencia en que Sam muestra la película familiar de la discordia a Mitzi en un armario).  

Lo que narra en Los Fabelman no es para nada un spoiler o un estropeo. En el documental Spielberg (2017), de Susan Lacy, él mismo expresa lo difícil que fue la separación de sus padres porque la mamá se enamoró del mejor amigo del papá. Sin embargo, esa es la anécdota de lo que realmente fue importante en su ser y trascendió incluso a su filmografía. ¿Qué? Los sentimientos forjados hacia sus progenitores. Por ejemplo, lo refleja en la relación padre-hijo entre Indiana Jones (Harrison Ford) y Henry Jones (Sean Connery) en Indiana Jones y la última cruzada (1989), o la ausencia paterna con sensación de abandono en E.T. El Extraterrestre (1982). 

Recrear o reinterpretar ese episodio de su adolescencia en Los Fabelman lo complementa o equilibra con el descubrimiento-reafirmación de su vocación como cineasta definida desde temprana edad. Lo que bien pudo ser un melodrama denso -dado el contexto de una separación y sus consecuencias-, Spielberg lo convierte en un entrañable homenaje al cine con humor, romance y un toque de aventura. Evitó para bien un tono lacrimógeno de sus dolores optando por compartirlos con sinceridad y sensibilidad amable, incluso conmovedora para retratar a sus padres, a quienes de alguna manera les externa un perdón con este tributo a ellos como los grandes personajes de su vida y que sin sus desavenencias maritales quizá no hubiera tenido más herramientas para convertirse en el realizador que es actualmente.

El contrapeso de esa fractura emocional son sus hermanas, amigos y compañeros de colegio, cómplices entrañables de su formación empírica como cineasta. A ellas y ellos también los involucra en este proyecto honrando su memoria solidaria, partícipe y creativa a lo largo del camino que fue abriéndose con su talento y capacidad detrás de cámaras. Ese desinteresado respaldo juvenil de sus entornos, Spielberg lo dimensiona como un abrazo fraternal que lo sostuvo en su crisis.

Como colofón está la extraordinaria secuencia final mediante la cual confirma que el cine es un refugio, el lugar más seguro que pudo hallar en su trayecto y, por si fuera poco, para el que nació. Es precisamente en dicho refugio donde Spielberg quiere abrirse y compartir con su estilo ese periodo que definió su vida y potenció su genio cinematográfico. El cierre de Los Fabelman es magistral no solamente por el personaje que aparece dando cátedra, sino por ser el elemento externo a los núcleos que sin intención colabora en la toma de decisiones trascendentales, tal como es el caso del porvenir (no por nada es metafórica la explicación del horizonte que da).

La fotografía de Janusz Kaminski juega un papel destacable. Para mostrar la ambivalencia del universo de Spielberg utiliza la cámara para hacer de la iluminación, los planos y movimientos una estructura de emociones. El rostro de Sam al editar; las aventuras de sus rodajes; los momentos en familia; la tensión con Mitzi al descubrir que ama a otro hombre. En cada situación, la cámara nos dice bastante (como cuando Sam presenta una película y vemos cómo su padre sale de cuadro para enfocar a Mitzi en alegría compartida con Bennie). 

Spielberg eligió a Gabriel LaBelle para representarse en su adolescencia y el chico hace un trabajo notable. Michelle Williams interpreta a Mitzi, su madre, con una actuación que orilla a recriminar el poco reconocimiento que se le da a esta actriz en la actualidad. ¡Está estupenda! El padre es protagonizado por Paul Dano, quien hace un papel sobrio y contenido que le exige su personaje, lo cual es complejo si se considera la circunstancia que atraviesa en la trama.

Los Fabelman es una película que, además de permitirnos una aproximación al mundo de Spielberg, bien puede estimular la intención de voltear a ver a nuestros viejos e intentar comprender por qué callan y por qué por tanto tiempo. Es posiblemente también una invitación para hacer las paces con las figuras paterna o materna en caso de decisiones que nos hayan afectado como hijos, para reconciliarnos con su memoria si es que ya no hubo oportunidad de oírles.