Así como hay películas que han llegado a cartelera en este 2022 para recordarnos que la experiencia de ir al cine es una oportunidad de pensar e interpretar con libertad las historias que vemos en pantalla además de disfrutarlas (he ahí El callejón de las almas perdidas, de Guillermo del Toro), existen aquellas otras que transforman la sala oscura en un íntimo recinto para sentir y acariciar el alma, mayor aún después de todo lo que hemos vivido en pandemia. Tal es el caso de lo que ocurre con Belfast, escrita y dirigida por Kenneth Branagh.

A través de un relato semiautobiográfico, el cineasta británico obsequia al espectador la posibilidad de apropiarse de pasajes y personajes mostrados en su película. El público tiene ante sí opciones para identificarse y tomar los elementos que considere necesarios para abrazarlos como si fueran suyos. ¿Y por qué no? En ese proceso de identificación se vale llorar, ponerse sensible. 

 

Nos ubica en agosto de 1968, fecha en que se registraron una serie de disturbios por toda Irlanda del Norte como consecuencia de la Batalla del Bogside. El enfrentamiento entre católicos y protestantes, de fondo un conflicto por la política de vivienda en la nación, aunado a las diferentes posturas respecto al sistema de gobierno, obligó a que familias norirlandesas abandonaran sus hogares e incluso el país. Aquí se nos cuenta lo que vivió una de ellas en lo que puede apreciarse como una carta de amor a la Belfast donde creció el director.

Probablemente muchos perciban en este trabajo una nueva Roma (Alfonso Cuarón, 2018), esto con relación al retorno de un autor a sus orígenes. Sin embargo, a diferencia del realizador mexicano, Branagh procura más una postal edulcorante y sentimental de su nostalgia que cuestionadora e incómoda. No por ello deja de ser valiosa. 

También puede llegar a interpretarse como una contraparte de The Boxer (Jim Sheridan, 1997), filme en que su protagonista retorna a Belfast luego de haber permanecido en prisión, encontrándose con una ciudad de violencia ininterrumpida en la que él solamente quiere paz e intenta hacerlo mediante la vía del boxeo; un deporte como conducto para huir de los tentáculos violentos armados del conflicto norirlandés.

Entre los personajes entrañables de Belfast se encuentra el abuelo Pop, interpretado con enternecedora candidez por Ciarán Hinds. ¡Dan ganas de llevárselo a casa! Representa esa figura abuelesca cercana, cariñosa y de palabras precisas en momentos de crisis que todo niño merece tener. Para quienes hayan tenido un abuelito así, casi de manera inevitable, seguro creerán que es una fabulosa manifestación o representación de ese ser tan amado al que se extraña demasiado. “No iré a ningún lugar donde no me puedas encontrar”, le dice a su nieto Buddy (Jude Hill). ¿Acaso no se lo expresa también al espectador que anhela tener nuevamente cerca a su viejito adorado aunque sea por un instante y se le aparece a través de Pop en esta ficción?

En ese juego de paredes emocionales con sus personajes, tocando y moviéndose (apelando al argot pambolero), Branagh deposita en Buddy esa pasión e ilusión futbolera que acompañó a las infancias de millones de niños antes de que se extinguiera el romanticismo por el balón, entre ellas la suya. Tal lirismo se muestra con la nostalgia de jugar en las calles del barrio y soñar con ser el mejor futbolista del mundo basándose en los referentes locales. 

 

El director rescata del olvido a Danny Blanchflower, ídolo norirlandés de los años cincuenta y sesenta que fue símbolo del Tottenham Hotspur, equipo del que Branagh es hincha desde pequeño. A manera de homenaje, como pambolero que es, rinde un pequeño tributo a la máxima que los futboleros del siglo pasado han aprendido a valorar con el paso del tiempo: el futbol es infancia; el escritor español Javier Marías lo puntualiza de otra manera en su libro Salvajes y sentimentales: “el futbol es la recuperación semanal de la infancia”. 

Por cierto, ¿qué sería de la niñez sin un amor infantil? Así como se entusiasma con el futbol, Buddy se siente inquieto por Catherine (Olive Tennant), compañera del colegio de quien se ha enamorado. Pide consejos a los adultos para saber cómo acercarse a ella, cómo ser visible ante sus ojos. Con ese pretexto, Branagh también reparte más paredes que, por mínimas que puedan parecer, son trascendentales para un menor. ¿Cómo cuáles? La ayuda de los suyos. Pa (Jamie Dornan), papá de Buddy, habitualmente ausente por cuestiones laborales, alienta y acompaña a construir un recuerdo del primer gran amor ante el inminente destino familiar que se avecina. No pasa de largo que la paternidad ejerza un rol de benévola complicidad en experiencias que marcan a un hijo y a la vez contribuya a una futura postal de agradable resguardo en la memoria para un tercero, entiéndase Catherine. 

Dentro de ese universo masculino en que gira la vida de Buddy, se encuentran las vitales figuras femeninas. Por un lado está Ma (Caitriona Balfe), su madre, una mujer capaz de arriesgar el físico para protegerlo en medio de un disturbio violento cuando él se petrifica ante el caos, o bien para hacerle notar que la integridad es una actitud de mayor carácter y dignidad que un acto vandálico, esto luego de que comete un robo por la presión de otra menor que, contrario a él, carece de una autoridad familiar que le haga comprender qué es correcto y qué es incorrecto en beneficio de su porvenir a su corta edad.

Pero Ma es también el equilibrio de Pa y viceversa. Ambos encuentran en las fricciones una puerta al diálogo. Les son indispensables para la toma de decisiones, especialmente en un ambiente sociopolítico tan convulso como el que azota a Belfast. El amor que se tienen el uno por el otro se pone a prueba en el periodo más crítico de sus vidas y la de sus hijos. Elegir es renunciar y ellos han de tomar una elección de grandes dimensiones bajo un entendimiento mutuo. 

Precisamente en esa elección cobra fuerza otra mujer indispensable en la vida de Buddy, su abuela Granny (Judi Dench). Es ella la encargada de pronunciar una última línea que cala hondo en los corazones de aquellas personas que salen de la sala del cine con enormes ganas de acudir al álbum familiar, recorrer todas las fotos que hay en su interior y explotar en afecto hacia esas personas o sitios que aparezcan en las imágenes. Motivos, muchos motivos hay para hacerlo.

¿Será Belfast una noble travesura de Branagh para integrarnos como personajes partícipes de su historia? Belfast bien podría ser nuestra ciudad. Si bien es cierto que la trama se contextualiza en Irlanda del Norte durante 1968, el señor Kenneth rompe esa barrera espacial y temporal mediante la empatía que genera con casi todas las piezas que nos ofrece para sentirlas tan propias hoy día.

Para que la experiencia sea redonda como cinéfilos, nos envuelve con clásicos como High Noon, The Man Who Shot Liberty Valence, Barbarella. Ah, y los acompaña con la música de otro referente y leyenda viviente de Belfast, Van Morrison. En ese sentido, Branagh ejemplifica lo que una mayoría llevamos en mudanzas sin necesidad de empacar porque su caja fuerte somos nosotros mismos: las películas que nos marcaron y el soundtrack de nuestras vidas.