Con base en lo que cuenta, o quiere transmitir, ¿cómo conectar a nivel emocional con Alejandro González Iñárritu a través de Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades? Hay espectadores que sienten afinidad inmediata con él. Sin embargo, existen muchos más que no digieren tan fácilmente su propuesta. En algunos casos pesa demasiado la carga negativa que se le adjudicó a la película por parte de la crítica europea calificándola de pretenciosa y dedicada al ego del director.

Y sí, está repleta de ego. Pero, ¿acaso eso es lo que molesta e irrita de su nueva película? Puede ser. No obstante ofrece otros elementos para enfadarse, lo que en consecuencia motiva a cuestionarse por qué. Detrás de una narrativa que deambula entre lo onírico y lo fársico, entre la verdad y la mentira, entre lo confuso y lo certero en ciertos pasajes, hay una invitación a estar en desacuerdo, o incluso una entrega inconsciente al espectador para que éste determine qué le choca y le checa.

González Iñárritu no quiere ser entrañable, ni intenta serlo. Así lo manifiesta con Silverio (extraordinario Daniel Giménez Cacho), un documentalista que sabe que no es monedita de oro y puede resultar cero simpático, rasgo que tampoco le interesa mostrar al director, quien tiene noción de que no lo es. Pero con Silverio, álter ego del realizador, no se trata de determinar si cae bien o mal. Las sensaciones deben ir hacia sus decisiones y las contradicciones que tiene como individuo.

Probablemente sea el tema de las contradicciones lo que perturbe. En una sociedad polarizada y confrontada como la nuestra, la cual transita entre adherirse a un extremo sin puntos medios, el choque interno con lo expresado hacia el exterior causa conflicto. Pareciera estar mal opinar mañana distinto a lo que se opina hoy, como si no hubiera en el intermedio una pauta para la reflexión y la confrontación con uno mismo, tal como ocurre con Silverio, un hombre que acepta sus privilegios a la par de que se preocupa por problemáticas que afectan a quienes carecen de ellos. 

Esas mismas contradicciones nos llevan inevitablemente al desacuerdo. Y es ahí un punto de quiebre más. Debatir o discutir diferencias sin violentarnos es imposible en la actualidad. Por eso hay un sentimiento de ira al ver Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades: Silverio hace o dice cosas con las que no estamos de acuerdo, pero no se le puede recriminar o pelear dada la ficción en que se desenvuelve (nos ponemos en los zapatos de Luis Baldivia al ser silenciado). En cambio sí podemos hacerlo con González Iñárritu en el plano real con la salvedad de que tampoco nos prestará atención. La discusión se la deja a quienes gustaron o no de su película. Viéndolo desde esta perspectiva, una extensión del ego que deposita en la pantalla. 

Habituados a historias en las que hay buenos o malos, o en las cuales se nos incita a sentir empatía o animadversión rotunda hacia alguien, esta película nos acerca a lo incómodo de ser contradictorio. Es una incomodidad que solemos experimentar cuando nos vemos en situaciones, miedos, traumas o incertidumbres como las que enfrenta Silverio. Y nos llega a enervar porque sentimos que traicionamos una convicción o una congruencia, sobre todo en la toma de decisiones. 

¿Cómo conectar entonces desde la emoción con este trabajo de González Iñárritu? Quizá desde lo que nos choca y nos checa. ¡Mira que tener al California Dancing Club para ti y ponerte a dialogar con la figura paterna en los baños! A cualquiera le puede pasar vivir fiesta y dolor al mismo tiempo, como si eso estuviera mal. Enoja porque la contradicción, a final de cuentas, nos remite a la culpa.