Lo que el periodismo deportivo mexicano no hace y debería hacer, lo hace el cine. De entrada, la cinematografía ha entendido perfectamente que el espectro de deportes es amplio y no se centra en uno solo, tal como ocurre en México con el futbol. También comprende que la práctica de una actividad física no es un simple espectáculo esporádico sin pauta para análisis, investigación, reflexión y dimensión de los acontecimientos que de ella se desprenden. De igual forma concibe que el campo de exploración no se reduce a las redes sociales ni a la reproducción de contenidos digitales cuyo único interés es la viralización. Por irónico que se lea: la pantalla grande recurre a la realidad para poder contar sus historias en la ficción. Se trata de una realidad que se ignora o no importa en redacciones o coberturas periodísticas mientras se publique rápido la selfie, un juicio de valor sin sustento o una pregunta incendiaria para generar interacciones.
El cine observa a lo que el periodismo deportivo ha dejado de tomar en cuenta, las personas. Son seres humanos quienes compiten en cualquier disciplina. Por lo tanto, personajes de carne y hueso que construyen sus proezas o fracasos sosteniéndose en situaciones que desconocemos pero que pueden ser incluso más trascendentales e importantes que los resultados deportivos, esto si se toma a consideración que forman parte de una sociedad, por ende de las problemáticas sociales. Por ejemplo, el abuso sexual hacia las atletas de alto rendimiento.
La directora Lucía Puenzo y las guionistas Mónica Herrera y Samara Ibrahim enfocan su mirada en los clavados, disciplina deportiva que en nuestro país únicamente se atiende cuando son Juegos Olímpicos por dos propósitos: subirnos al barco instantáneo por la obtención de una medalla o juzgar sin piedad al clavadista que no logra subir al podio. Ellas canalizan su historia hacia los casos de abuso perpetrados contra mujeres que sueñan con alcanzar la gloria desde el trampolín. Mariel (una Karla Souza que ofrenda su rostro para plasmar el trance emocional de su personaje) es la protagonista de una trama que apunta hacia el planteamiento de un sistema que convierte a las menores y jóvenes en víctimas potenciales de abusadores amparados en su faceta de entrenadores dentro del deporte de alto rendimiento.
La caída se basa en hechos reales. Nos remonta a la víspera de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, periodo en que se dio a conocer la denuncia por parte de los padres de la clavadista Laura Sánchez en contra del entrenador Francisco Rueda acusándolo de haber mantenido relaciones sexuales con su hija como chantaje para llevarla a la justa deportiva. Sin embargo, como efecto colateral, también motiva a recordar los casos de Carolina Mendoza y Azul Almazán, ésta última señalando igualmente a Rueda como su violentador.
La complejidad de elaborar la transmisión de lo que implica ser mujer, atleta y víctima de un engranaje perverso por parte del poder masculino que toma decisiones en los clavados, se trazó y confeccionó desde el espíritu femenino que compaginó a Puenzo (dirección), Herrera e Ibrahim (guion) y Souza (actuación). Eso se siente a cuadro debido al enojo manifiesto en el desmenuzamiento del duro escenario que enfrenta Mariel ante un trauma y una verdad ventilada que de manera inevitable la coloca en situación de crisis.
Se complementan con dos contrapartes masculinas. Una es la fotografía de Nicolás Puenzo, que hace de la piscina, las regaderas y los casilleros espacios incómodos, de confrontación. El agua en sí (como cuando está cerca o encima del cuerpo de Mariel) es molesta, pesada. Son sitios y elementos que emanan inseguridad, intranquilidad. La otra es Hernán Mendoza en su papel de Braulio, un entrenador que puede parecer exagerado por instantes, no obstante así manipulan los supuestos forjadores de medallistas.
No es menor que haga un cameo la periodista deportiva Beatriz Pereyra -PERIODISTA con mayúsculas-, una de las mejores que tiene México para dignificar la profesión periodística y el oficio de reportera en el ámbito deportivo. Sus investigaciones, reportajes y artículos han abordado precisamente casos como los narrados por Puenzo en la película.
Si bien su aparición puede interpretarse como un homenaje a la propia Pereyra, lo que es más que merecido, asimismo tiene la posibilidad de asumirse como una metáfora de que el cine varias veces hace el trabajo que el periodismo deportivo dejó de hacer, o no quiere hacerlo. Y si no hay cabida para periodistas como Beatriz en la realidad, en la ficción son bienvenidas. Por fortuna, grata excepción, Pereyra encaja en ambos universos.
En un país donde la mayoría de películas con temáticas deportivas son abordadas desde la comedia (como todo lo que se hace sobre futbol) y la romantización, La caída es una luz al final de un túnel que resguarda un sinfín de historias por contar y atropellos por denunciar. Seguramente el cine lo hará, tal como está haciéndolo, porque el periodismo deportivo sólo tiene una Beatriz Pereyra.