En El Niño y la Garza (The Boy and the Heron, 2023), Mahito, un joven de 12 años, lucha por asentarse en una nueva ciudad tras la muerte de su madre. Sin embargo, cuando una garza parlante informa a Mahito que su madre sigue viva, este entra en una torre abandonada en su búsqueda, lo que le lleva a otro mundo.
Aquí no hay otra forma de describir lo que el espectador enfrenta una vez que se pone ante a Kimitachi wa Dō Ikiru ka: una obra maestra. Puede que Hayao Miyazaki tenga 83 años, pero conoce a la perfección la ejecución de su artesanía y tiene todos sus sentidos afilados para entregar una noble creación. Construir mundos imposibles para explorar psicologías traumadas e insuflarle vida a personajes entrañables en desarrollo, no es más que un oficio que el nipón ha perfeccionado con el pasar de los años.
Despojado del ritmo frenético y sobrecargado de estímulos de las películas animadas estadounidenses, el maestro japonés nos adentra nuevamente en una historia de maduración, su tema recurrente. La transición de la adolescencia a la adultez vuelve a ser el foco con una historia extremadamente personal. La tragedia que afecta a Mahito, su protagonista, parte del mismo punto que alguna vez aquejó a Miyazaki: la Segunda Guerra Mundial. La familia del director fue desplazada de su hogar por el conflicto bélico y desde entonces ha sido un demonio a exorcizar por parte del cineasta a través de su filmografía.
Inspirado en la novela homónima de Genzaburo Yoshino, Miyazaki escarba en la pérdida, el duelo y la búsqueda de esperanza. Hace que Mahito, su protagonista, mantenga la herida abierta de perder brutalmente a su madre, para que entienda que se trata de un proceso natural e inevitable en la vida. Con la sinceridad que caracteriza a las producciones orientales, aquí no se esconde el estar lastimado, o se oculta lo crudo de éstas experiencias.
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Mientras Mahito se abre paso hacia un mundo mágico y paralelo, sin saberlo se va haciendo cargo de su duelo. Su universo se expande no sólo conociendo a otros seres que habitan esta nueva realidad, si no que también ampliando su mentalidad por los desafíos que se le plantan enfrente. Por reticente que fuese ante lo que le deparaba el futuro tras la desaparición de su progenitora, la familia ha encontrado una vía para recomponerse. Y, si bien habrá una negación de esta recomposición en un principio, cuando la bondad y la preocupación por el otro priman, las cosas ciertamente no son tan malas como se prevé.
En esta experiencia hay muerte, hay dolor, situaciones inexplicables, egoísmo y violencia. Actuaciones impulsivas que llevan a perjudicar a otro. Pero mientras no se entienda que vivimos de manera colectiva y no individual, las cosas no van a mejorar. De ahí la faceta más esperanzadora de la película, un aspecto que te abre a la reflexión y el entendimiento no sólo de los pasares personales, sino que también del mundo que te rodea.
Usando su pulido imaginario estético y siempre echando mano a una hermosa paleta de colores, El Niño y La Garza impresiona tanto por su belleza semántica como por su ejecución visual. El despliegue de creatividad en el diseño de los personajes y sus movimientos es sencillamente hipnotizante.
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La conclusión de El Niño y la Garza quiere cobijar con la sabiduría que permita entender que la principal característica de la humanidad es la imperfección. Y hay una riqueza en eso. Es lo que nos mantiene tomando decisiones y enfrentando las consecuencias. Tal como lo hace Mahito en este viaje.