La figura de los niños salvajes se ha abordado en el cine desde diversas ópticas y con distintos géneros. El título más visto sobre este tema es El libro de la selva, versión animada de Disney que ha acompañado a varias generaciones a partir de 1967, año de su lanzamiento. Quienes crecieron viéndola doblada al español, se familiarizaron con ella de manera emotiva por la voz de sus personajes y canciones del soundtrack. Se convirtió en un clásico del cine infantil con la romantización de Mowgli, su protagonista.

Situación similar ocurre con Tarzán, legendario personaje ficticio creado por Edgar Rice Burroughs y que ha sido llevado a la pantalla desde 1932 hasta la fecha mediante películas, series y dibujos animados. En la narrativa audiovisual ha sido tratado dentro de los géneros de aventuras y comedia, pero en ocasiones saltándose su infancia para irse directamente a la edad adulta. Sin duda, la representación más célebre corrió a cargo de Johnny Weissmüller en Tarzán de los monos.

En 1970 el cineasta francés Francois Truffaut dio un giro a la representación de los niños salvajes con L’Enfant sauvage. El realizador optó por el estilo de falso documental para crear una ficción en la que presenta la historia de un niño capturado en el bosque que es recluido en un instituto de investigación, lugar donde es exhibido por personal interno como un fenómeno debido a que no habla y no se comporta como la civilización. Es cuando el Dr. Itard (protagonizado por el propio Truffaut) toma la decisión de hacerse responsable de la crianza del niño en su casa.

Casi 50 años después, el cine mexicano presentó una obra cinematográfica con niños salvajes como tema principal. Lo hizo a través del horror. Para ser más específicos, el horror religioso, tal como lo define Andrés Kaiser, director de Feral.

Se trata de una película que reconstruye la historia de Juan Felipe, un laico ermitaño que quiso continuar con los preceptos de Gregorio Lemercier, un religioso belga que en la década de los años cincuenta llevó a cabo sesiones de psicoanálisis con los monjes benedictinos del monasterio de Santa María la Resurrección en Ahuacatitlán, Morelos. Con su método buscaba liberar a los religiosos de sus impulsos más oscuros. Esto causó que el Vaticano prohibiera este tipo de prácticas; Lemercier y los monjes debieron dejar el monasterio.

Para la década de los años ochenta, Juan Felipe intentó seguir el ejemplo de Lemercier con sus teorías teológicas y psicoanalíticas aplicándolas con tres niños ferales que encontró en la montaña oaxaqueña. Asumiéndose responsable de los infantes para educarlos y convertirlos al cristianismo, el resultado no es el esperado y termina por desatar la furia de los pobladores.

El director Andrés Kaiser eligió el camino del horror para desmenuzar su historia a través del uso narrativo del falso documental, así como del género periodístico del reportaje combinado con el elemento cinematográfico del found footage. Si bien es una ficción, el roce con la realidad es delgado, lo que propicia precisamente el temor de sentirnos representados. Pero no en los niños, sino en lo monstruoso que puede haber en lo que llamamos gente civilizada. De eso y más conversamos con el cineasta en Spoiler.

Entrevista con el director de cine Andrés Kaiser

En una entrevista que te hizo Nicolás Ruiz para la revista Gatopardo comentaste que Feral tiene como uno de sus puntos de partida una anécdota que te contó Vicente Leñero sobre el monasterio de Santa María la Resurrección. ¿Cómo fue eso?

Cuando todavía no estaban los niños salvajes, o el tema del salvajismo incluido en mi idea, el detonador de la película tuvo que ver con la historia que me contó Vicente acerca de la experiencia que tuvo como periodista en el monasterio. Como católico que era, quiso combinar su oficio con su credo para conocer de cerca lo que se decía de los benedictinos, es decir, que tenían la regla de recibir con las puertas abiertas a cualquier persona que lo necesitara y le daban hospedaje.

Vicente fue y estuvo allí para escribir su novela El garabato. Le tocó vivir justo el momento del escándalo con el cual el ala conservadora de la Iglesia católica mexicana puso el grito en el cielo. Me sorprendió mucho lo que me contó él, una historia que culmina con la obra de teatro Pueblo rechazado.

Fue mi primer acercamiento fascinante con esta trama que involucraba un monasterio en Cuernavaca, psicoanálisis y al Vaticano. Todo esto estaba enmarcado en un contexto religioso que me interesaba contar. Dentro de todo mi trabajo, el tema principal es la religión.

¿Por qué decidiste estructurar la historia de tu película en el género del horror? Un género al que se le suele ver mal en el cine mexicano, o al que se le tiene miedo de producir.

Desde niño me sentí encantado por el género. Disfruté desde muy chico, junto a mis hermanos, películas de terror que incluso no deberíamos estar viendo a esas edades. En casa, en San Luis Potosí, mi padre tenía equipos VHS y Betacam por la razón de que se quedara en el hogar todo lo que pasaba por la casa. Era la época de los videoclubes, entonces lo que se veía en VHS se grababa para Beta y viceversa. De esa manera mi papá se hizo de bastante material para conformar una videoteca impresionante a la que teníamos acceso.

Había mucho cine de horror, cine de terror clásico, cine de serie B, películas de El Santo. Mi primer contacto con El Santo me encantó, me volví fan de sus películas y de la lucha libre. También tenía cine italiano del género. Hubo otros títulos como El guerrero de hierro que se me quedaron en la mente. Era una película muy serie B con tintes eróticos con dos o tres momentos en que se enseña más de lo debido.

Por otra parte, en Sanborns, compraba una revista que se llamaba Fangoria. Es una publicación estadounidense especializada en el cine de terror mediante la cual me ponía al día sobre lo que pasaba con el género.

Mi fascinación parte de esa formación que primero te das como cinéfilo. El origen está en la cinefilia que tuve desde chico. Crecí queriendo hacer algo de horror, pero más apegado a lo que me gusta: situaciones de angustia profunda en los planos emocional e intelectual.

Y en esos planos trazaste Feral…

Con Feral no quería hacer una película de una explotación visual de un hecho. Sé que a la gente no le gusta estar viendo demasiada sangre, mucho menos cuerpos cercenados, así que descarté esa posibilidad para incursionar en el horror. Esa repulsión no me interesaba. En cambio, me atraía la repulsión intelectual, es decir, aquella en la que no puedes dejar de pensar sobre un suceso específico y te acompaña incluso después de la experiencia.

Para ser honesto, a estas alturas, no sé si Feral sea netamente una película de horror religioso o un drama. A final de cuentas, el drama y el horror son gemelos, o por lo menos se parecen bastante. Por ejemplo, tenemos varias tragedias griegas que si las leemos desde nuestra contemporaneidad nos resultan auténticas historias de horror.

Con Feral ocurre algo particular. El espectador no sabe si está viendo una ficción, un documental, un falso documental o un reportaje. Esa confusión tiene un extraordinario gancho que es el found footage.

Decidí recorrer el horror realista con intención de llegar a un grado hiperrealista. La calidad moral y espiritual de los sacerdotes católicos en películas de terror sobrenatural es risible; el demonio (el mal) reconoce la autoridad de Cristo y la de los curas como representantes de él. Bajo mi punto de vista, ese mensaje es conservador y peligroso. Yo no quería hacer algo así, no quería caer en eso.

Mi intención era hacer una película profundamente religiosa y que de alguna manera tratara de explicar los horrores en los que la Iglesia ha sido partícipe, mismos que de unos años para acá no dejan de salir a la luz. Me refiero a los abusos infantiles, delitos que Lemercier y su movimiento psicoanalítico quiso combatir, pero la Iglesia no se dejó. Para mí ahí estaba el horror real, en la idea de encontrarte con tus propios monstruos. No necesitas ver un fantasma en el exterior porque lo monstruoso está en el interior de algunas personas.

Todo esto que digo me permitía jugar con una visión realista que encontraba en el found footage, el documental y el periodismo aquellas herramientas para contar mi historia, o mejor dicho la historia de los hombres religiosos y los niños ferales. La premisa del material encontrado tiene motivo de ser porque a final de cuentas lo que se ve en la ficción es una representación de un suceso real, así que es una forma de aproximar el hecho a la gente.

Un extraordinario cómplice que encuentras para generar esa aproximación de la historia con el espectador y hacer sentir cercano el horror es Marc Bellver, el cinefotógrafo. La fotografía te introduce desde el ángulo que más te atraiga, ya sea documental, found footage, reportaje o ficción. El que elijas, está perfectamente logrado.

Me sentí muy afortunado de contar con Marc en la cámara, sobre todo porque me arropó mucho sabiendo que era un director novel. Yo venía de la edición, por lo que tenía pocas horas de vuelo en un set de filmación, no tenía noción de varias cosas. En cambio Marc tenía una trayectoria recorrida en filmaciones.

Después de que leyó el guión fue bastante claro al decirme que la película no necesitaba de una estética impuesta, sino una estética que requería la historia. En ese sentido planteamos los retos sobre cómo se iban a ver las cintas desgastadas y descoloridas, cómo se iban a encuadrar mal con intención, cómo iban a ser las entrevistas sin caer en un reportaje televisivo. De todas las cualidades que Marc tiene como creador y artista es el entendimiento sobre lo que la obra necesita. Enfoca todas sus herramientas narrativas y cinematográficas para que tome forma la necesidad que la película está demandando.

Algo que Marc también planteó fue evitar el protagonismo de la fotografía. Y eso es muy loable. Hay profesionales que recurren a ese protagonismo, algo que suele perjudicar a muchas películas porque termina imponiéndose una estética artificial o preciosista por encima de la narrativa. Sin duda, me saqué la lotería con Marc porque desde el principio él trabajó para la historia. Disfruté demasiado el proceso con él para encontrar el estilo que finalmente se ve en Feral.

¿Cómo fue la labor para encontrar a los niños y hacerlos actuar como infantes ferales?

Desde que empecé a escribir el guión tenía plena conciencia de que todo debía girar alrededor de los niños ferales, ellos eran el pilar de la película. Tenía muy claro que si el espectador no creía en la veracidad de las actuaciones de los niños, la película no iba a funcionar por muy bien que estuviera escrita, fotografiada y dirigida. La principal prioridad era que los infantes tuvieran la capacidad actoral e interpretativa para poder traer un niño salvaje a la vida.

Ocho meses antes de empezar la ruta crítica de la preproducción, nos movimos a buscar niños. Fuimos a la Fábrica de Artes y Oficios en Iztapalapa para hacer una convocatoria con la comunidad infantil local. Al mismo tiempo fichamos al maestro Jaime Razzo, uno de los grandes exponentes de la danza butoh en México, con el propósito de que nos ayudara a descubrir los talentos ocultos de los niños. Queríamos que los niños se conectaran de forma interior con su cuerpo y tuvieran una expresión corporal profunda, y no recurrir a una técnica actoral de gesto facial.

Contactamos también a Daniela y Margarita Mandoki, quienes tienen una escuela de actuación infantil. Lo que ellas hacían era proveernos de talentos posibles para las audiciones. Al final audicionamos aproximadamente a 100 niños. De esos 100 se fue reduciendo paulatinamente el grupo hasta quedar con los tres que aparecen en la película.

Hubo un lapso en que se cayó el financiamiento para la producción, pero nosotros no podíamos parar porque los niños debían estar preparados para cuando llegara el momento de la filmación. ¿Qué hicimos? Nos concentramos en darles talleres de actuación durante año y medio ininterrumpido. Entonces pisaron el set con las escenas bien trabajadas, conectados por completo con su cuerpo. Ellos fueron el gran logro de la película, hablaron por sí mismos.