En voz de amigas, compañeras o familiares, hemos escuchado por lo menos alguna vez que entre mujeres es imposible llevarse bien, que es más factible engendrar amistad con un hombre que con otra mujer. Pero eso no es cierto, al menos no en Noche de fuego, la nueva película de Tatiana Huezo, que es una adaptación de Prayers for the Stolen, novela de Jennifer Clement.
Ambientada en un panorama rural y violento de México, la ficción de Tatiana Huezo (que se asemeja y se basa en una de las tantas realidades que se viven en nuestro país) nos introduce a un pueblo donde sus habitantes se dedican a la siembra de amapola. Lo hacen entre el temor de dos presencias: el ejército y un cartel del narcotráfico.
Es el cartel su mayor miedo, principalmente para las mujeres, quienes son víctimas de una violencia que atenta contra su integridad y dignidad en todos los sentidos. Sintiéndose dueños de niñas y adolescentes, los miembros del grupo criminal las reclaman con arma en mano por considerarlas seres sin voluntad de los que pueden apropiarse así nomás porque sí.
Ante esa situación, las chicas deben esconderse bajo tierra cuando aparecen los integrantes del cartel para reclamarlas. Huyen escondiéndose. La brutalidad de hacerlas sentir inmerecedoras del aire que respiran obligan al espectador a exigir urgente aliento para esas mujeres.
Ese aliento llega a través de Ana y su madre, así como de Ana y sus amigas. Noche de fuego nos introduce en la construcción de lazos femeninos que envuelven amistad, complicidad, solidaridad y protección para resistir. El hecho de cuidarse unas a otras construye también una fuerza incorruptible pase lo que pase.
Esa lectura de unión y ejercicio de resistencia colectiva, de fuerza en circunstancias de supervivencia, deja en el espectador la lección de lo importante que es generar puentes para soportar la realidad y, si se puede, salir de ella.