“Mis hijos no hablan conmigo, otro idioma han aprendido…”, versa una línea de La jaula de oro, canción de Los Tigres del Norte que desde 1984 hasta la fecha ha sido abrazada como una confesión colectiva de miles de mexicanos que llegaron como indocumentados a Estados Unidos y cuya descendencia, nacida allá, ha elegido el inglés como su idioma a usar.
Y el idioma duele. Golpea con fuerza en la identidad, en la añoranza del país abandonado, en las raíces. Miles de paisanos entran en conflicto porque sus hijos o nietos se comunican con ellos a través de un idioma que entienden pero no es suyo. Sienten una especie de traición al origen, un entierro de su vínculo más cercano con la patria que les vio nacer. Pero eso no ocurre con la familia Mejía. Se trata de una dinastía que irrumpe con ese perfil melancólico y aprehensivo de sentimiento patriótico respecto a la lengua. Por el contrario, conviven con ese aspecto bicultural en completa armonía.
El idioma de los Mejía va por otro lado, el del amor. La directora Trisha Ziff centra su atención en mostrar lo emotivo y luminoso de una familia mexicoamericana con la que vuelve a reconectar luego de un antiguo documental. Primero los conoció en la década de los noventa, periodo en que los tres hijos de Leo y Mercedes Mejía eran todavía chicos. Todos nacidos en Fresno, California, ciudad en la que se afincaron para convertirla en su hogar. De ese encuentro surgió una película de corte casero que contaba cómo fue la transición de dejar México para ir a Estados Unidos en búsqueda de una mejor vida. Casi dos décadas después, la realizadora se reencontró con ellos para notar un cambio drástico: los nietos.
La familia se amplió. Creció el número de descendientes de sangre mexicana pero angloparlantes. Leo y Mercedes hablan español, mientras que sus hijos y nietos lo hacen en inglés. Eso no ha sido obstáculo para lograr una convivencia armónica, unida y de sumo cariño hacia ambas culturas. Trisha Ziff presta su interés personal en la forma que tienen de celebrar Halloween y Día de Muertos, tradiciones que respetan por igual y que ejemplifican perfectamente lo que significan como una tribu agradecida con sus dos naciones.
En contraste a los relatos verídicos sobre un discurso de amor-odio o sufrimiento que tienen connacionales mexicanos migrantes hacia Estados Unidos, los Mejía están exentos de cualquier sentimiento negativo hacia ese país. Una clave está -si así se le quiere apreciar desde el ángulo que representa el inicio de todo- en la relación de Leo y Mercedes. Su matrimonio, sólido y fortalecido en el respeto mutuo, es un cimiento amoroso en varios sentidos. Sienten aprecio por el pasado y el presente, por el español y el inglés, por su país de origen y su país adoptivo, por el trabajo y el descanso. Juntos son un equilibrio que sostiene y orienta a una familia que extiende ese legado en Fresno.
Tal amor que envuelve a los Mejía tiene una amplitud en la experiencia de llevar a los nietos de vacaciones al poblado de Magdalena Jaltepec, Oaxaca, terruño donde comenzó a escribirse su historia cuando el bisabuelo, padre de Leo, fue a Estados Unidos y volvió para demostrar que la felicidad puede construirse en los dos lados. Eso sí, con base en el trabajo y cariño manifiesto por los suyos. Es en esta región oaxaqueña donde se sembró la semilla que hasta la actualidad cosecha la familia. Sin embargo, faltaba que los nietos conectaran con la otra mitad de su identidad a través de conocer el territorio de sus antecesores.
Oaxacalifornia, el regreso, es un documental cuya historia rompe el esquema de las narrativas orales, literarias, cinematográficas y musicales que abordan la multiculturalidad con acontecimientos trágicos y de rencores. Quepan aquí las palabras que el señor Leo Mejía declaró a Spoiler en entrevista: “Mexicanos como nosotros, como mi familia, también existimos en Estados Unidos. Es cuestión de que nos observen”. Trisha Ziff supo observarlos.