Más allá de un golpe o un disparo, un asesino mirando a cámara después de perpetrar su cometido es un acto violento que nos recuerda la forma con que la violencia observa de frente a sus principales consumidores, que a su vez corren el riesgo de convertirse en sus víctimas o mensajeros el día menos pensado. De paso, lo hace también para mostrarnos que los seres humanos no hemos aprendido nada del pasado.
La directora María Ignatenko se remonta a la Segunda Guerra Mundial para transmitirnos ese mensaje de decadencia. Se centra en la ocupación nazi de las regiones bálticas para contar la historia de dos hermanos que abandonan su pueblo con el propósito de integrarse a las filas de la Wehrmacht. Esa decisión los lleva a tomar las armas, un hecho que suprimirá sus rasgos de humanidad.
Con una apuesta interesante, Ignatenko procura más las atmósferas que la acción. Para ello canaliza su interés en abordar cómo sus protagonistas explotan en violencia tras permanecer encerrados en un monasterio junto a los prisioneros capturados. Resguardados en ese lugar, todos esperan a que algo ocurra, a que aparezca una consecuencia de la guerra que se registra al exterior.
Así, la cineasta le da vuelta a las premisas de ir al campo de batalla, o de la confrontación con el ejército enemigo. Lleva hacia el interior de ese monasterio otra cara de la guerra que es igual de violenta; el miedo, la incertidumbre y la pérdida de cordura engendran efectos terribles. Y nada más horrible que dejar de ser humano para convertirse en un cuerpo obligado a transitar por la vida sin sentimientos.
Ignatenko encuentra en el cinefotógrafo Anton Gromov a un extraordinario apoyo para crear esas atmósferas, principalmente en interiores. Cada escena es una pintura. El poder visual de Achrome en el monasterioremite a la estética y luminosidad de obras de pintores como Caravaggio (La vocación de San Mateo), Rembrandt (El filósofo en meditación) y Gerard Lou (La bodega). ¿Osado? Tal vez. Pero la realizadora rusa quiso que con poesía en la imagen notemos que la única diferencia entre el pasado y el presente es el lugar donde tarde o temprano aparece la deshumanización.