Un joven Willy Wonka busca convertirse en el mejor chocolatero y transformar el mundo con sus exquisitas preparaciones. El perseguir los sueños es el motor que lo lleva a envolver al público en un maravilloso e inspirador relato.
Sorprende cuando el espectador puede deslumbrarse con una película que es verdaderamente encantadora. De esas, hay pocas actualmente. En una era en que la producción masiva de series y producciones cinematográficas deja casi sin alma a la mayoría de las mismas obras, a veces hay alguien que da en el clavo.
En esta ocasión no es otro que Paul King. El director se ha acostumbrado a entregar al mundo películas tan sinceramente emocionantes, profundamente cautivadoras y dedicadas completamente a la familia. Ya lo hizo con las dos entregas de Paddington y ahora se hace cargo del querido personaje de Roald Dahl, Willy Wonka.
Lo interesante es que lo logra sin olvidarse que en la vida existe el bien y el mal, además de la gama de grises entre estos polos opuestos. Muy en la línea con la literatura de Dahl. Con ello propone desafíos tan luminosos como oscuros a los personajes de sus narrativas. Los mismos incurren en acciones con consecuencias y responsabilidades a modo de aprendizaje. Tal espíritu se canaliza tan apropiadamente en sus películas que resulta un goce verlas.
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Siempre demandando una actuación exagerada en la justa medida, muy teatral y espectacular, King conjuga un elenco encabezado por Timothée Chalamet al que exprime en todo sus potencial. Todos son parte de una verdadera puesta en escena musical, que juega con las tomas abiertas y grandilocuentes para los momentos colectivos, y con primeros planos para acentuar las expresiones con tintes caricaturescos de los personajes en su individualidad.
Y en esa tarea King se abre espacio para nuevas y poderosas canciones, así como también hacia una historia que se nutre tanto de las esperanzas y anhelos personales, como de la nostalgia por la familia y la posibilidad siempre abierta de cumplir los sueños.
Entre medio no deja de lado un discurso más contundente que habla de la corrupción operando en distintos niveles de la sociedad. Los empresarios “poderosos” corrompiendo a las fuerzas policiales y representantes de la iglesia por igual para complacer a sus intereses. Al punto de que son insensibles a la posibilidad de pasar a llevar al resto de las personas, caiga quien caiga. El ambicioso siempre aplastando al necesitado, como orden de las cosas que se busca quebrar aquí.
En ese escenario, el Wonka de Chalamet es muy distinto a lo que se vio en las previas adaptaciones. Con un optimismo particular, una inocencia producto de su ignorancia y despojado de la faceta medianamente siniestra con que empapó al personaje Tim Burton en 2005. Aunque esta película bien puede actuar como precuela para esa producción. Queda pendiente eso sí, el ver cómo el Wonka de Chalamet se convertiría en el opaco y bizarro personaje interpretado por Johnny Depp. En fin, el actor dota de nueva energía al clásico rol infantil, tanto cuando interactúa en diálogos como cuando canta en los distintos números que nutren la ficción.
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Wonka te deja con la sensación de haber asistido a un gran espectáculo musical. Con extensas coreografías, un diseño de producción absolutamente deslumbrante en sus visuales, y una historia constantemente graciosa hasta en sus momentos más terribles. Tiene un encanto que va más allá de su protagonista y por lo mismo sorprende.