Tacho (un sorprendente Eustacio Ascacio) hace lo que haría cualquier hombre de campo ante una fatídica noticia informada en papel: quemarlo. ¿De qué sirve una hoja llena de letras cuando lo realmente importante ya no volverá a su vida? Un escrito no le devolverá a su hija. Deja que el fuego consuma el aviso de que debe recoger el cadáver en una ciudad muy lejana a su pueblo, la Ciudad de México. 

Desconoce por completo que en la capital mexicana los papeles lo son todo por encima de cualquier dolor. No tiene mínima idea de que es la entidad a la que únicamente le falta edificar el monumento al trámite. La indolencia es uno de los sellos de la burocracia, y a eso habrá de enfrentarse en un ambiente burocrático urbano que además no tiene empatía por los ancianos ni por los campesinos. Y de eso tampoco sabe el fuego. 

 

“Ni me dio el pésame. Solamente me dio unos quesos”, expresa Tacho con una voz seca, resignada a la apatía del otro. Le cuenta a un conocido que el ranchero millonario del pueblo no quiso prestarle dinero para ir por el cuerpo de su hija y a manera de lástima le dio el producto lácteo. Ese gesto miserable e indiferente hacia su persona, no sin antes un intento de gandallismo por parte de ese hombre ruin, es un acto preparatorio del calvario a enfrentar. Un infierno más al que le aprisiona en su interior.

 

En ese recorrido dentro del sórdido, molesto y decadente rumbo de la tramitología, Tacho conoce a Damiana (Natalia Solián), una joven prostituta que siente compasión por su situación y se dispone a ayudarlo. Pero, ¿por qué lo hace? ¿Acaso en ese campesino envejecido encuentra el respeto que no le dan otros hombres y eso le hace sentir que por un ratito es digna? Cualquiera que sea su motivación, ella desnuda aquello que no le interesa a sus clientes: la humanidad. 

La complicidad entre Tacho y Damiana durante el proceso inhumano e insensible que deben soportar para reclamar el cadáver los lleva a sostener un diálogo desgarrador, pero tan honesto y brutal que nos orilla a comprender con profunda tristeza que el dolor es un lenguaje en búsqueda de empatía para sostenerse unos a otros en medio de tres frentes dominados por la indolencia: el Estado, la delincuencia y un sector de la sociedad. La interpretación de Natalia Solián al narrar su relato es impresionante. 

Esa misma relación, compaginada por la causa que tiene a Tacho soportando lo indeseable debido a la burocracia, abre una puerta para pensar en las paternidades mexicanas que son víctimas de la tragedia nacional (feminicidios, desapariciones). Es un complemento a las narrativas que recrean las historias de la violenta realidad y sus estragos entre quienes quedan muertos en vida. 

El peregrinar de Tacho (reiterar la transmisión emocional tan natural que brinda Eustacio Ascacio) lo sentimos cercano, convulso, conmovedor e irritante por otro factor a considerar, la fotografía de Serguei Saldivar Tanaka. Con su cámara no crea tomas, sino atmósferas que desde el ámbito rural hasta el urbano nos hacen partícipes de ese acompañamiento. Probablemente la forma directa de recordarnos que no es necesario experimentar el dolor en carne viva para sentirlo, para no mirarlo ajeno a nosotros.