Por la tarde del 20 de abril de 1993 Abraham Zabludovsky, conductor estelar de noticieros Televisa, interrumpió la programación del Canal de las Estrellas para informar que había muerto el gran mimo de México, Mario Moreno ‘Cantinflas’. La noticia conmocionó a millones de hogares que tenían encendido el televisor.

En ese momento el país vivía un periodo de emociones encontradas. La gestión de Carlos Salinas de Gortari se encontraba en el penúltimo año de su gobierno con la firma del Tratado de Libre Comercio en puerta y un ambiente tenso por saber quién sería el candidato priísta para la elección presidencial del siguiente año. Miles de mexicanos no olvidaban y tenían presente “la caída del sistema” con que el presidente se legitimó en el poder, por lo que no querían padecer otro fraude en 1994, y prestaban atención a las maniobras del PRI.

También era tiempo de recuperar la fe en la selección nacional. La ilusión futbolera volvió con la búsqueda del boleto mundialista a Estados Unidos ‘94 después del frustrante episodio de los Cachirules que marginó al Tri de Italia ‘90. México empezaba la ronda final clasificatoria contra Canadá, Honduras y El Salvador; la energía positiva colectiva estaba orientada hacia el equipo tricolor, había mucho entusiasmo por disfrutar una Copa del Mundo.

Pero todo se detuvo el 20 de abril. El fallecimiento de Cantinflas fue detonante de una tristeza masiva inusitada. Después del deceso de Pedro Infante en 1957, ningún artista había dolido tanto por su partida. Y con Mario Moreno fue más especial porque murió luego de haber sido apreciado por tres generaciones a través de sus películas: abuelos, padres e hijos. Sin querer, su figura fue símbolo de unificación generacional en personas de distintas edades. 

La dimensión de esa trascendencia en ancianos, adultos y jóvenes pudo apreciarse en el adiós popular que le brindó la gente. Se organizaron repentinamente cadenas humanas sobre las aceras de calles y avenidas y encima de los puentes peatonales para arrojar flores y aplaudir a la carroza fúnebre que transportaba su féretro. A través de edificios y azoteas, habitantes de estos inmuebles se asomaron a la calle para derramar lágrimas dedicadas al ídolo.

Cientos de personas abarrotaron las inmediaciones del teatro Jorge Negrete para participar en su funeral, evento al que se les permitió el acceso para poder despedirse del mimo. “Gracias por todo”, “te queríamos mucho”, “no te vayas”, fueron algunas manifestaciones expresadas durante el velorio. Hubo quienes sufrieron desmayos o crisis nerviosas porque el actor representó una etapa importante de sus vidas. 

El llanto fue masivo. Hombres y mujeres por igual, tocados en sus fibras sensibles, le lloraron con fotos de sus personajes como último recuerdo. Hubo quienes le escribieron cartas que fueron depositadas en su tumba dentro del Panteón Español, cementerio al que arribaron cientos de admiradores para comprender que en efecto Cantinflas había muerto, porque “hasta no ver, no creer”.

El dolor fue tan grande que el luto nacional duró tres días. Así, Cantinflas se iba entre una paradoja: hizo reír a millones en vida pero los puso a llorar con su muerte. Las alegrías que causó con sus ficciones, se transformaron en depresión de 72 horas en la realidad.