Ventanas. Cortinas. Puertas. Más ventanas. De primera impresión la fotografía de Adrián Durazo nos incita a preguntarnos qué hay afuera, qué sucede en esos entornos que sabemos violentos. En una segunda lectura nos orilla a cuestionarnos para qué estar en el exterior a sabiendas de lo que ocurre sin necesidad de que nos lo muestre gráficamente. La opción de ofrecer al espectador la vertiente de asumirse como testigo lleva a una reflexión que arroja dos deducciones de nuestra decadencia social: elegir el miedo para no intervenir y así evitar el riesgo de ser una víctima más, o simplemente mirar de lejos una situación que nos resulta indiferente porque no nos ha alcanzado de puertas hacia dentro, es decir, mientras no afecte mi núcleo íntimo es un simple suceso de la cotidianidad externa, padecimiento de otros.

La directora Natalia López Gallardo se apoya lo suficiente en su cinefotógrafo. En Durazo encuentra un buen cómplice para explorar desde el uso de la cámara a la violencia que azota a México. ¿Cómo lo hace? Apuesta por la forma más que por el fondo, más por lo subjetivo que por lo explícito, más por la elusión que por la intromisión. Y es que del fenómeno violento que tiene atrapado al país conocemos de su existencia, pero no lo hemos experimentado igual que miles de sus víctimas. El contorno es también una manera de observar ese mal que en mayor o menor medida nos tiene a su merced, que es parte de nuestro día a día como nación, sin embargo distinto en sus afectaciones directas.

Isabel (Nailea Norvind) es una mujer de buena posición social que atraviesa un divorcio e intenta ayudar a María (Antonia Olivares) en la búsqueda de su hermana, quien ha sido reportada como desaparecida. Roberta (Aída Roa) es una policía local que investiga el caso y padece en el hogar un fuerte conflicto con su hijo porque éste se entusiasma con la idea de ser narco. 

Son estas mujeres las encargadas de transitar en un microcosmos donde abundan preguntas e incertidumbres y pocas respuestas. Recorren también los caminos que la violencia ha impuesto: desapariciones, secuestro, muerte, impunidad, miedo. Las tres poseen rostros pétreos, inanimados. Parecen muertas en vida. A Isabel la consume la desidia; a María la angustia permanente; a Roberta la desesperanza. 

"Es mejor hacerse de la vista gorda, ¿para qué te afectas?", le dice un compañero policía a Roberta para que acepte el peor panorama con su hijo.  Se le olvida por completo que es una madre sufriente. Así, a través de pocas líneas pero contundentes, López Gallardo utiliza la palabra oral para subrayar el machismo y la indolencia que se asoman en un territorio acostumbrado al terror y que ha normalizado ver y tratar a la mujer como el ser más lacerado en estos contextos.

Hay una escena que sintetiza los penares y las tragedias. Ocurre en una especie de comisaría donde muchas personas denuncian y piden solución a los casos de familiares desaparecidos. Exigen justicia ante autoridades que parecen ser más una fachada que una figura de ley confiable. En el interior de ese espacio convergen los rostros de Isabel, María, Roberta, así como de otros individuos que son presas del desconsuelo, de la lenta agonía por la cruel resignación de asimilar que probablemente no retorne el ser querido desaparecido.

En esa comisaría, en ese interior, la violencia nos muestra de golpe cómo puede introducirse a nuestras vidas a través de otros. Las ventanas y puertas de ese espacio no son para pensar en lo que ocurre afuera, sino en lo que remueve en nuestro interior como testigos o espectadores inactivos del horror ajeno que el día menos pensado nos elige como sus siguientes víctimas.