Cada vez que se habla de una nueva película o serie con temática relacionada al crimen organizado y/o narcotráfico, la reacción del público pone sobre la mesa una división manifiesta. Por un lado están aquellos que se sienten atraídos de ver ese contenido debido a razones como el morbo, la violencia, el gusto por la parafernalia de la narcocultura y la utopía de sentirse con el poder de un capo. Por el otro, se encuentran las personas que rehuyen a esas producciones por considerar que enaltecen a la delincuencia y se explota la barbarie.

Durante la última década, series como La reina del sur, El señor de los cielos, Camelia la texana, El Chapo, Señora Acero y Narcos, han tenido gran aceptación por parte de un sector de espectadores que se fascinan con las figuras de narcotraficantes, lo que no es novedoso, porque desde finales de los setenta nació ese agrado hacia los criminales mediante los corridos de Los Tigres del Norte, Los Cadetes de Linares, Ramón Ayala y sus Bravos del Norte.

Pero no todo el público los percibe así. Por el contrario, se niegan a consumir historias donde se retrate a los y las narcotraficantes como líderes empoderados con toques de humildad para abordar sus orígenes y tono de mártires en sus caídas o desgracias. Creen que ese perfil los asemeja más a héroes y heroínas que a lo que en verdad representan.

Esos extremos han encontrado un punto medio gracias a la prioridad que se le da a las víctimas del crimen organizado, narcotráfico y corrupción en nuestro país. Y para que eso suceda, las mujeres son quienes han cambiado el rumbo de abordar la cruda realidad que se vive a lo largo y ancho de México. Con películas, series o documentales, sus historias han encaminado la sensibilidad hacia las personas que sufren de forma directa o colateral los efectos del horror.

Cineastas, guionistas, cinefotógrafas, actrices, productoras y periodistas, se han encargado de profundizar en lo más ignorado por autoridades y una parte de la sociedad como consecuencia de la violencia que impera en el territorio nacional, es decir, el sentir de quienes se quedan rotos e incompletos por la culpa de un asesinato, una violación, un secuestro o una desaparición.

También van directo a esa sensación que cualquier persona común y corriente se niega a hablar en el hogar porque lo considera como escenario improbable, además de que altera el hecho de pensarlo siquiera. ¿Qué? El miedo a que el día menos pensado eso pueda sucederle a un integrante de la familia, o al ser que más se ama. Sin embargo, por escabroso y doloroso que sea, la posibilidad es latente. Quizá por ello, mediante sus trabajos, las mujeres que nos plasman el dolor humano en pantalla guían hacia la reflexión de que esa realidad, a pesar de su crudeza, es una oportunidad para generar empatía con las víctimas.

Tatiana Huezo (directora de Noche de fuego), Fernanda Valadez y Astrid Rondero (directora y guionista respectivamente de Sin señas particulares), Monika Revilla (guionista de Somos), Teodora Mihai (La civil), Karla Casillas (investigación en Las tres muertes de Marisela Escobedo), Mercedes Hernández (actriz de Sin señas particulares), Arcelia Ramírez (actriz de La civil), son algunos ejemplos de mujeres que han asumido no solamente un compromiso profesional en su oficio o profesión, sino también como la voz de todas esas víctimas que el narcotráfico, el crimen organizado y la impunidad les han destrozado la vida.

Esa atención y seriedad que le brindan a las víctimas también se extiende a la calidad de sus obras, tanto así que han sido galardonadas fuera de México e impactado en el extranjero. Su presentación en festivales, entre los que se destaca el Festival de Cannes, motiva a que la prensa de otros países volteen a ver al cine mexicano que desprende aplausos, gran aceptación de la crítica e incluso emociones a flor de piel, tal como lo puede ser una lágrima.

Si en algo coinciden las historias mencionadas y maneras de contarlas es que al final dejan en el espectador un hueco apremiante de llenar, lo que se consigue en el deseo inmediato por querer abrazar a sus personajes (las víctimas), ya sea para prestarle el hombro a su llanto o como gesto de comprensión por su dolor.