Abril de 1957. En Sinaloa, México, el luto era símbolo del estado. Su hijo pródigo había fallecido en un accidente aéreo poco después de despegar del aeropuerto de Mérida, Yucatán. Entre llanto y canciones, el pueblo sinaloense intentaba hacerse a la idea de que Pedro Infante hubo uno solo y la muerte se adelantó para llevárselo a temprana edad.

Al compás de Cien años, Carta a Eufemia y Mi cariñito, con fotos de su rostro, recordándolo como Pedro Chávez, Pepe El Toro y Martín Corona por sus películas, el resto de mexicanos sufría de forma desconsolada la pérdida del ídolo nacional; “a lo mejor no es él y se equivocaron de cuerpo, búsquenlo bien”, clamaron algunos dolientes incrédulos ante la trágica noticia.

No había consuelo, no existía otro suceso que mereciera la atención de la sociedad, o que apaciguara la tristeza colectiva. Imposible pensar en otra cosa, cruel imaginar un mundo sin Pedro Infante; el país estaba profundamente herido.

Durante ese lapso de desencanto y conmoción, en el poblado de La Tuna, oncedías antesun niño vino al mundo, sin embargo, a diferencia de otros recién nacidos, su nombre iba a marcar la historia de México: Joaquín Guzmán Loera. Su figura también traía consigo una herida a la nación, pero no en un rango similar a la que dejó Pedro Infante.

El niño nació acompañado de un destino que décadas despuésescritores, músicos, productores, directores y guionistas encontrarían atractivo para diseccionarlo mediante diversas historias sobre su paso por la vida, desde su infancia en Badiraguato hasta convertirse en capo del narcotráfico.

“Hasta parece que eligió nacer en el mismo estado, mismo año y mismo mes que Pedro Infante”, dirán algunas voces acerca de la fecha en que Guzmán Loera comenzó a escribir un capítulo que, con el paso del tiempo, se volvió efeméride de obligada referencia para abordar su personaje.

Sinaloa, de forma inesperada, en abril de 1957, albergó dos episodios en el calendario que traza la historia nacional.