Si el destino juega a favor de elegir el momento oportuno para que una película llegue a cines, seguro escogió a Observar las aves entre sus predilectas. Este trabajo de 2019 ve la luz en salas durante 2022, año en que la humanidad intenta asomarse a la vida entre los estragos que trajo consigo la pandemia. Uno de ellos es la confrontación de la realidad que implica el deterioro físico, mental y emocional de un individuo como consecuencia de una enfermedad. Tal situación va de la mano con quienes integran el entorno de esa persona en la convivencia diaria. 

La situación se agrava cuando se trata del Alzheimer en un adulto mayor. Toda vez que la pérdida de memoria irrumpe en la vida de un anciano, los problemas se potencian por el desconocimiento sobre esta enfermedad, el trato de menosprecio que se da a la vejez y el agobiante trabajo de cuidador. El panorama no es alentador. Por el contrario, apunta a un estallido de neurosis, estrés, desesperación e incluso maltrato. No cualquiera acepta y se anima a tomar la responsabilidad de velar con amor la integridad de alguien enfermo. Pero es aquí donde se convierte en relevante la película de Andrea Martínez Crowther.

 

Al haber experimentado en la vida real el Alzheimer con su mamá, la directora tiene completa noción de lo que aborda con la historia de Lena (Bea Aaronson), una académica de vasta cultura que ha sido diagnosticada con dicha enfermedad, por lo que pide a la cineasta Andrea (interpretada por la propia Martínez Crowther) que le ayude a finalizar con un trabajo audiovisual que ha decidido hacer: testimoniar la tragedia de su proceso hasta perder por completo la memoria.

A través de un falso documental, en perfecta sincronía y complicidad con Bea Aaronson, Martínez Crowther traza con espíritu afectivo algo más que una película. Es también una redención, una disculpa y una extensión del amor que procuró brindar a su madre en cuanto ya no supo quién era. La realizadora llegó a desesperarse, sentirse impotente con su progenitora en medio de un trastorno que cambió de manera drástica a la familia. Por ello, con Observar las aves, pide perdón por no haber tenido la paciencia debida para entender mejor el universo de alguien que dejó de tener noción acerca de sí misma. Al mismo tiempo prolonga el inmenso cariño que le tuvo en esa recta final por haberle permitido redimensionar el valor de lo que fue en su estado lúcido.

Su trabajo transpira tacto amoroso para procurar la vejez, la interacción con una persona en deterioro y el Alzheimer. Pero no se trata de un amor romántico, sino poético. Desde el detalle de las pequeñas cosas hasta la cámara mostrándonos de frente el rostro de Lena, el tratamiento visual es una caricia extendida al espectador. Su textura está elaborada del dolor vivido y trascendido por Martínez Crowther en carne propia para transferirlo a la ficción mediante un ejercicio amoroso honesto, sincero, y que brinda una fuerte lección acerca de algo tan escaso pero necesario como lo es la paciencia con el otro, mayor aún si está enfermo.

De forma colateral, la dualidad Lena-Andrea y Bea-Andrea da muestra de la sororidad que puede ser posible entre mujeres con circunstancias tan dispares. Incluso motiva a reflexionar que es viable el surgimiento del amor hacia un extraño como un acto de empatía, sin ninguna otra intención que ponerse en los zapatos ajenos bajo la comprensión de que el día menos esperado pueden ser los suyos. 

Observar las aves es una opción para mirar hacia nuestros viejos, nuestros enfermos, considerar a los cuidadores.  Quizá sea también un sano pretexto para desahogar esos arrepentimientos de no haber sido la mejor versión de nosotros con un ser en deterioro y replantearse el accionar a futuro. Pero es especialmente una invitación a vivir con lucidez e intensidad cada cosa que hagamos porque nunca se sabe cuándo empezarán a extraviarse los recuerdos, por ende, lo que fuimos.