Después de tres cuartos de hora, los créditos iniciales de la película aparecen en pantalla. Eso es indicativo de que el director Ryusuke Hamaguchi no lleva prisa por contarnos su historia. Tampoco tiene premura en subirnos al auto de Yusuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) para ser pasajeros, copilotos y conductores de su road movie del corazón hacia un destino que es necesario no solamente para él sino para nosotros: la importancia de hablar y escuchar.

Como espectadores viajamos junto a él después de atestiguar y enterarnos de una serie de sucesos dolorosos y desafortunados que a cualquier persona pueden alterar al grado del desquicio. Pero Yusuke calla, reprime. Eso no quiere decir que no sienta, pero su cuerpo aprisiona toda expresión. En ese sentido nos hace recordar a Julieta, el personaje femenino de Pedro Almodóvar en Julieta que es incapaz de llorar pese a que se consume de mortificación por dentro.

 

En este recorrido a través del único vehículo rojo que parece existir en las ciudades de Tokio e Hiroshima -un color tan significativo que nos remonta a su utilización para metáforas de las transiciones existenciales que ha de enfrentar un individuo (ojo al globo rojo que vuela en la feria dentro El callejón de las almas perdidas, de Guillermo del Toro, con relación a Stanton)-, Yusuke nos comparte su oficio como director teatral con la puesta en escena de El tío Vania, de Antón Chéjov. Se trata de una obra multicultural con un elenco conformado por actores y actrices que hablan japonés, mandarín, coreano y lenguaje de señas. 

Entre ese talento destaca Takatsuki (Masaki Okada), un joven al que identifica por haber sido amante de su esposa fallecida y al que le otorga el papel de Vania, personaje que en el texto de Chéjov siente atracción por Elena, cónyuge del profesor Aleksandr Serebriakov, eminencia que resulta ser un farsante y mantiene una confrontación con Vania. ¿Acaso la elección de Yusuke por Takatsuki es una forma de extender con sus realidades el ficticio deterioro del espíritu humano que plantea la obra? Puede ser.

Pero fuera de bambalinas, con el hábito de ensayar los versos durante sus trayectos en el coche, Yusuke inicia una transformación cuando la compañía teatral que lo ha contratado le asigna a una conductora, Misaki (Toko Miura). En primera instancia, él rechaza esa atención alegando que le fascina conducir su auto (espacio donde se siente seguro y sereno consigo mismo). Sin embargo, accede.

A partir de ese momento deja de ser la persona al volante para ocupar el asiento trasero, de tener el control a compartirlo. Ya no es el responsable de frenar, acelerar o cambiar de velocidad. Así, sacado de su zona de protección emocional, Yusuke experimenta la vulnerabilidad y aprende a relacionarse con el otro, en este caso con Misaki, a través de la conversación. Y hablar implica también prestarle oídos a la otra parte. 

La opción de perder la cordura y volverse loco cuando el mundo se nos viene encima es válida, pero Ryusuke Hamaguchi nos extiende la invitación de retomar el uso de una herramienta eficaz para hallar la salida del laberinto o espiral que es el corazón: conversar y escuchar. Todos somos historias que, tarde o temprano, podemos concedernos la autorización de que alguien más conduzca nuestro carro, o de recibir permiso para conducir el auto de quien sin saberlo nos convierte en cómplices de un acto que lo libera de sus propias prisiones.