Al final de ver la película, el espectador puede preguntarse a qué género pertenece. ¿Es un drama? ¿Una farsa? ¿Un thriller psicológico con tintes de humor ácido? Esa duda no necesariamente hace malo al contenido. Por el contrario, le ofrece la oportunidad al público de confundirse en ese dilema y deducir por sí mismo una explicación sobre el tono de la historia en general, así como de su desenlace.

Ese es uno de los aspectos que hace distinto a este trabajo del director Salomón Askenazi respecto a otros proyectos del cine nacional que se manejan con la combinación de géneros. Con El rey de la fiesta se juega bien con esa mezcla y mucho tienen que ver la edición de Jimmy Cohen y la fotografía de Nur Rubio Sherwell.

La trama consiste en el relato de un hombre decadente de 50 años que atraviesa una crisis emocional y toma la decisión de usurpar la identidad de su hermano gemelo al que considera muerto después de un accidente, pero la situación se complica cuando se sabe que está vivo y descubre el engaño. Hay un punto crucial entre ambos: son completamente diferentes en materia de personalidad.

Bajo esa premisa bien puede asumirse que la película girará en una comedia de enredos. Por fortuna no es así. Un conducto para romper con ese probable camino es el personaje de Héctor (Giancarlo Ruiz), un tipo que cumple con los requisitos impuestos por las normas sociales: tener una familia, vivienda, empleo y nada más. Hace ver que nadie envidiaría su vida, menos aún cuando tiene mala relación con su padre, una cotidianidad rutinaria y no tiene acción en el plano sexual. Este hombre genera repulsión, no empatía. Ello cobra mejor notoriedad gracias a la cámara de Rubio Sherwell con una paleta de colores sin alma y encuadres que hacen sentir frustrante a este sujeto con su entorno.

En contraste, Rafa (el propio Giancarlo Ruiz) es un cincuentón que quiere continuar siendo un rolling stone, el alma de la fiesta. Desenfrenado, sin grandes responsabilidades y papitis, su propósito en la vida es pasársela bien, especialmente si hay tragos y “suspiros” frente a sus ojos. A diferencia de Héctor, él cae bien, pero no por eso es admirable, aunque sí envidiable para su hermano. Aquí Rubio Sherwell se encarga de transmitir ese desparpajo mediante las atmósferas y colorido que retrata con su estilo visual.

La cinefotógrafa también se inclina por los reflejos para narrar la dualidad, o la duplicación/usurpación de los hermanos. Junto a ella, el montaje de Jimmy Cohen tiene un peso importante para sostener la historia hasta el final con el buen tino de conceder libertad a la interpretación de lo que perciba el espectador en función de lo que considere identificable en los personajes.

Pese a que El rey de la fiesta puede tener ciertas fallas, como la ausencia de un peso dramático en varias secuencias, o lo pesado que resulta su narrativa disonante para algunas personas, esta aventura de Salomón Askenazi posee cualidades. Una de ellas es su originalidad y la no imposición de una metáfora.