Hay ciertas regiones de Occidente donde se habitúa a gritar, ofender y alterarse lo más que se pueda para discutir por cualquier cosa, incluso si es un asunto irrelevante. Aspirar al diálogo civilizado es una utopía. Por el contrario, entre más bronca haya, mejor. Bien puede asegurarse que el conflicto es un estilo de vida. Pero en otros lugares del planeta eso es impensable. Tal es el caso de Oriente, específicamente en Japón. Para ser más precisos, el pueblo de Maniwa, en la prefectura de Okayama.

En esa entidad rural japonesa la gente rehúye a la confrontación y la mejor herramienta para evitarla es el silencio. Contrario a lo que ocurre en una metrópoli como Tokio, en Maniwa el ruido apenas es perceptible en los mínimos detalles y sus habitantes no tienen prisa por hacer sus actividades. Sin embargo, las batallas se libran al interior de las personas; la estridencia y la premura se reprimen, o toman precauciones resguardándose en las entrañas.

El director Yamasaki Juichiro plantea ese escenario emocional para conducirnos con paciencia hacia la importancia de las fricciones como un benévolo detonante de comunicación para conversar y generar entendimiento entre las partes. A través de sus personajes nos hace visible -y de paso nos lo recuerda- que es fundamental el habla, o la expresión, para dar solución a los conflictos.

Por un lado vemos a Yamabuki, una adolescente que participa en protestas silenciosas contra el maltrato hacia los inmigrantes en Japón. Lo hace a espaldas de su padre, un agente policiaco con quien mantiene una relación cortante. Ambos comparten la misma pérdida, pero la sienten de distinta forma; ella perdió a su madre, él a su esposa.

Por el otro tenemos a Chang-su, un ex atleta del equipo surcoreano de equitación. Con la frustración de un sueño deportivo interrumpido, ahora es un hombre de familia en Maniwa, donde trabaja en una cantera. Víctima de un accidente automovilístico, su ascenso laboral se viene abajo. Prisionero de la angustia, por azares del destino, encuentra una maleta con dinero. Para su mala suerte, se apropia de unos cuantos fajos de billetes y eso lo meterá en líos con la policía.

Juichiro conecta a las dos historias con sutileza. En esa conexión concede la oportunidad de quitarnos una venda de los ojos respecto al llanto masculino. Los hombres también lloran, explotan a través de las lágrimas. El llanto varonil ha sido muy castigado por los prejuicios en Occidente durante décadas, no obstante, Yamabuki nos enseña que es una sana y necesaria forma de hablar.