Es una historia conocida y muy abordada en el cine desde distintas lecturas. Se trata del maestro inexperto que debe lidiar con alumnos adolescentes para ganarse su atención. Ello implica confrontarse consigo mismo y su núcleo en aras de conectar con los estudiantes a su cargo. En resumidas cuentas es la premisa de El suplente, nueva película de Diego Lerman. Pero, para bien o para mal, ¿qué la hace diferente a las demás?

Aquí nos cuenta la novedosa experiencia de Lucio (Juan Minujín) como docente suplente de literatura en una preparatoria urbana. Sin embargo, no es en cualquier zona de la urbe. La escuela se ubica en las afueras de Buenos Aires, es decir, en un territorio marginal que parece un pequeño accidente geográfico que da la impresión de estorbar a la gran ciudad. Situar en este espacio el conflicto es un acierto de la película. ¿Por qué? Porque en México, si asumimos la universalidad de la marginación en zonas urbanas castigadas por el olvido, es identificable a la periferia. En Ciudad de México, para ser más precisos, la periferia y sus habitantes son castigados con desprecio; se les invisibiliza por clasismo, racismo. Lerman visibiliza a esos sitios y personas que no existen para el resto.

 

Lo hace a través de algo que también se asemeja a México: la venta y consumo de drogas entre la población juvenil. Lucio empieza a interesarse de forma tardía en el entorno de sus alumnos cuando elementos de la gendarmería llevan a cabo una redada escolar que culmina con la detención de un estudiante por tráfico de estupefacientes. Dilan, otro de los alumnos involucrados, se ve en la necesidad de esconderse tras ser amenazado por un capo local del narcomenudeo con aspiraciones políticas. 

Tras esa situación viene un inconveniente en la manera de abordar la película. Y es que al saberse la presencia del crimen organizado para reclutar y operar mediante estudiantes que radican en la zona, la intención del director se inclina más hacia los conflictos familiares del maestro en vez de atender con mayor proporción a los adolescentes, quienes son la causa principal de su existencia como docente, especialmente cuando las fuerzas del orden irrumpieron un aula escolar, síntoma de que las cosas no están nada bien en ese entorno. Sin embargo, ese hecho queda como anécdota conforme va suavizándose el proceso de Lucio para conectar con sus estudiantes.

Por momentos resulta aletargado e innecesario explorar a Lucio como un padre que no termina por reventar o por ser plenamente amoroso con su hija adolescente que se resiste a seguir sus órdenes, o como un hombre que parece intrigarse pero desatenderse al mismo tiempo de la relación que sostiene su exesposa con alguien, o como un hijo que da largas a sus emociones respecto a lo que le plantea la figura paterna de El Chileno (un mesurado Alfredo Castro). Lucio es un tipo gris en condiciones que exigen por sí solas inclinarse hacia un extremo, ya sea blanco o negro. Se queda en puntos medios salvo en una secuencia bien lograda hacia el final cuando ayuda a Dilan para librar una venganza en su contra.

Cierto, ser maestro no es fácil, mucho menos ser novato. Pero para comprender al profesor es importante verlo reflejado también en el accionar de sus alumnos, así como en la vida de esos propios estudiantes. Esos detalles se asoman con poca profundidad en El suplente, lo que puede causar distancia empática del espectador con el ritmo de la película y sus personajes. 


En contraparte, Lerman consigue en su intención de mirar hacia la periferia que nos cuestionemos dónde están la violencia que oprime a esa zona y quién la ejecuta, quiénes son las autoridades correspondientes que han permitido u omitido la compra-venta de drogas en escuelas, qué garantías se les brinda a los docentes que instruyen en territorios peligrosos, dónde están los adultos o padres de familia de esos adolescentes. El suplente ya puso la primera piedra. Ahora es cuestión de continuar con esa exploración en la urbe invisible, sus problemas y el sistema educativo que en ella se desarrolla.